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Comer y cantar Los estandarizados alimentos chatarra, pero también –en el bando contrario– la reducción positivista de la comida a la nutrición, amenazan nuestra identidad gastronómica más aun que el acoso de los transgénicos a las variedades criollas del maíz. Porque comida es cultura, no sólo alimentación. Respecto de la comida industrializada se ha dicho bastante; sobre la segunda amenaza, escribió William Dufty, en Sugar blues: “Mucho de lo que pasa por nutrición moderna es sólo una manía por la contabilización cuantitativa. Se trata al cuerpo como a una cuenta bancaria. Depositas calorías y retiras energía. Ingresando proteínas, carbohidratos, grasas, vitaminas y minerales –equilibrados cuantitativamente– el resultado teórico es un cuerpo sano. Hoy la gente se califica como sana si puede arrastrarse fuera de la cama, llegar a la oficina y firmar”. ¿Cuando como no conozco? El hombre se hace hombre al transitar del apresamiento inmediato de las cosas al reconocimiento de sí en el mundo objetivo y en los otros. En términos alimentarios, cuando pasa de devorar a comer, entendiendo por comer una actividad creativa y social que es a la vez biológica y espiritual, económica y cultural, material y simbólica. En la Fenomenología del espíritu, Hegel identifica el acto puramente fisiológico de alimentarse –nuestro fast food– como comportamiento que nos equipara a las bestias. “Tampoco los animales se hallan excluidos de esta sabiduría (...) pues no se detienen ante las cosas sensibles como cosas en sí sino que (...) se apoderan de ellas sin más y las devoran”. Sin embargo, dice, esta experiencia es puramente circular pues no hay en ella reconocimiento, no hay verdadera superación ni del apetito ni del objeto consumido. “La conciencia natural (...) hace la experiencia de ello; pero enseguida vuelve a olvidarlo y reinicia el movimiento desde el principio”. Y es que tras el acto biológico de comer poco tiempo pasa para que el hambre regrese como si nada. A diferencia de las bestias, el hombre no se agota en la conciencia natural. En la medida en que reconoce en sí al género, es capaz de realizarse como sujeto en la acción (real o simbólicamente colectiva) de comer. Práctica que entonces deviene no sólo nutritiva sino placentera, sabia, bella, buena, trascendente (...) Comer es el acto metafísico por excelencia. Todos los pueblos lo han sabido. Los nahuas, que según el códice Matritense “eran experimentados comedores, tenían provisiones, dueños de bebidas, dueños de cosas comestibles”, expresaban esta identificación de lo alimenticio con lo moralmente valioso por medio del verbo cua y el adjetivo sustantivado cualli. Al respecto escribe Salvador Novo en su insoslayable Cocina mexicana: “Este verbo, CUA, significa comer. El adjetivo CUALLI significa a la vez lo bello y lo bueno; esto es lo comestible: lo que hace bien, y es por ello bueno”. “Cómetelo todo”, “come y calla”, “el que come y canta, loco se levanta”, dice mi madre. Porque en la España de los primeros 40 el racionamiento y la severa escasez de alimentos, producto primero de la guerra civil y luego de la mundial, hizo de comer un milagro cotidiano de sobrevivencia arrebatándole gran parte de su trascendencia cultural. Y el hambre deja huella. Pero no, mamá, hay que comer y hablar, comer y cantar. Precisamente de eso se trata. Barriga llena corazón contento. El tránsito de naturaleza a cultura se sintetiza en el prodigioso acto culinario por el que lo crudo se transforma en cocido inaugurando la humeante saga gastronómica del hombre. Y la civilización amaciza cuando a la caza, pesca y recolección añadimos en proporciones crecientes la agricultura. El acto estricto de sentarse a comer no es, entonces, más que un momento privilegiado en el continuum de la vida. Culminación a la que anteceden las prácticas pastoriles y labrantías que aportan los ingredientes: los proverbiales “frutos de la tierra”. Pero también la alquimia culinaria por la que la sangre se convierte en morcilla, los chiles en mole, las uvas en vino, el aguamiel en pulque y el amaranto en alegría. Sin olvidar el chimiscolero ajetreo de los mercados: experiencia vertiginosa de la diversidad y la abundancia que en verdad importan. Ni la idiosincrática hechura de espacios entrañables como la cocina. Ni tampoco la sofisticada utilería de metates, comales y tiznadas ollas frijoleras; de cacerolas, peroles y latifúndicas paellas para el arroz; de cucharas, cucharitas y cucharones; de tazas chocolateras y jarritos para el café. Y los recetarios –formales o de tradición oral– que con más prestancia que algunos libros de economía, sociología o historia, transmiten a la posteridad la cultura profunda de los pueblos En el siglo XIX se multiplicaron los estudios etnológicos sobre cultura alimentaria. Pero ya 300 años antes un médico cirujano había dejado constancia de los hábitos espirituosos y culinarios de Gargantúa y su hijo Pantagruel, gigantes tragones cuyas borracheras y comilonas ya eran legendarias durante la Edad Media europea, cuando las hambrunas periódicas diezmaban a los pueblos y comer hasta hartarse era un celebrable privilegio. Francois Rabelais da cuenta de jamones de Maguncia y Bayona, de morcillas, de lenguas de buey ahumadas, de salchichas, de botargas en salmuera (...) Uno de sus libros termina con esta cuarteta: “¡Buena tabla e buen yantar,/ tripa sin fondo llenar,/ que panza bien embuchada/ es gay modo de acabar!” El comer y el rascar, todo es empezar. Las comidas y bebidas se ven, se huelen, se paladean, se mastican, se degluten y hasta se escuchan, pues las frituras crepitan en el aceite y crujen entre los dientes. El sabor de una magdalena lanzó a Proust en busca del tiempo perdido, pero a veces son estribillos sedimentados en la memoria los que nos llevan a rememorar sabores de infancia. “¡Mantequía! ¡Mantequía! Di a rial y di a medio”; “¡Cecina buena, cecina buena!”; “¡Gorditas de horno caliennnte!”; “¡Pasteles de mieeel!”; “¡Requesón y melado!”; “¡Tortillas de cuajada!”; “¡Hay chichicuilotitos, tieeernos!”; “¡Patos, mi alma, patos calientes!”, son pregones antiguos que la marquesa Calderón de la Barca recogió en 1840. Pero los oaxaqueños de hoy recordarán sin duda a las vendedoras de tortillas del mercado que tornan agudas palabras graves: “¡Blandááás! ¡Tlayudááás!”, o el “¿Güerita, totopo?” de los que las venden tostadas. Los veracruzanos no habrán olvidado el “¡Mangos! ¡Papayas! ¿Compras Machi?”, de las fruteras totonacas con su balde lleno de “postres naturales” equilibrado sobre la cabeza, o el “¡Mondongo liiimpio!”, de los que ofertan humeante pancita. Y qué mexicano no ha escuchado, al atardecer, el reverberante “¡Tamales (...)! ¡Oaxaqueños (...)! ¡Calientitos (...)!”, proveniente de una grabación que empareja el pregón de todas las bicicletas tamaleras. Las cocineras se encomiendan a San Pascualito, santo levitador que acá transformamos en calaca carretonera, al que invocan en una cuarteta: “San Pascualito Bailón,/ báilame en este fogón;/ yo te pongo un milagrito/ y tu ponme la sazón”. Y a fines del siglo XIX el poeta Candelario Mejía le cantaba a la vez a su amada y a los antojos culinarios, que la palabra comer tiene doble sentido: “Comprende, hermosa niña,/ que nunca han de ser míos/ tan bellos ojos negros,/ tus labios de coral;/ y te amo, y en mis locos/ y ardientes desvaríos/ mitigo mis pesares/ comiendo, aunque sean fríos/ pemoles y chalupas,/ también saca-tamal”. Las que no tienen llenadera. Decía al principio que hay dos formas de socavar nuestra identidad culinaria: una es desgastando el germoplasma maicero nativo mediante semillas transgénicas y reduciendo el número de variedades que se siembran, y otra es sustituyendo la variopinta gastronomía local por productos chatarra estandarizados que aportan calorías baratas pero de mala calidad. Ya lo escribía hace 150 años Manuel Payno en la novela Los bandidos de Río Frío, refiriéndose a otras suplantaciones alimentarias: “La sociedad dice que el chile, las tortillas, los chiles rellenos, las quesadillas son una comida ordinaria, y nos obliga a comer un pedazo de toro duro, porque tiene nombre inglés”. Hace unos días escuché a campesinos chiapanecos comentar que en las comunidades remontadas cuestan más el maíz y el pollo que de él se alimenta, que los refrescos, botanas y golosinas de fábrica. Y es que la acción de trasnacionales chatarreras como Bimbo, Pepsico, Barcel y sus semejantes, resulta aún más abrasiva que las agresiones de Monsanto, Pioner, Agrobio y otras “industrias de la vida”, de modo que padecemos una devastación cultural más severa que la genómica. Pero no pasarán. Junto a la puerta del Wal Mart, acuclillada tras de un cacaxcle, está, como siempre, la marchanta que oferta tlaxcalli de maíz blanco hechas a mano y en comalli, tlacoyos morados de frijol, haba o papa; totoposcles y, a veces, un cerrito de agüacatl criollos de piel negra y delgada. En temporada, tiene también tamalli de élotl fresco, que saca de su chiquihuite cubierto con un lienzo blanco. Es la misma que en los tiempos de gloria de los aztecas se acuclillaba en el mercado de Tlatelolco a la vera de los pochtecas de alcurnia; que durante la colonia se acomodaba en El Volador, a las puertas de El Parián o junto al Baratillo; que después de la Independencia se avecindó en el mercado nuevo de La Merced y a mediados del pasado siglo mercaba las mismas viandas de siempre a mi abuela y otras “refugiadas”, que iban por ingredientes del terruño al mercado de San Juan. Por eso digo que no van a pasar. Armando Bartra |