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Paradojas de un sistema cafetalero abigarrado Lorena Paz Paredes En la finca Custepec de Herman Martín Pohlenz viven 70 familias dedicadas a la producción de café. A este poblado ubicado a mil 300 metros sobre el nivel del mar en la zona de amortiguamiento de la reserva de la biosfera, se llega por una terracería que en los temporales se vuelve un lodazal intransitable. Pero si una corre con suerte, arriba por fin a los pinos, encinos y liquidámbar donde el gorjeo de las chachalacas se mezcla con el rumor del agua que corre por los innumerables arroyos de la sierra, donde relámpagos de loros cruzan el cielo y a cada vuelta se abre un nuevo abanico de verdes. Viaje al pasado. Llegar a Custepec no es sólo adentrarse en un paisaje alucinante, es también un viaje en el tiempo: un regreso al Chiapas de fines del siglo XIX en el que un puñado de capitalistas extranjeros tentaban a la fortuna estableciendo vertiginosos cafetales. Los alemanes asentaron sus plantaciones primero en Soconusco donde construyeron beneficios de café y edificaron casas señoriales para ellos pero también rudimentarias viviendas para los mozos. Bautizadas Hanover, Germania o Bremen, las fincas se extendieron después por la vertiente atlántica hasta La Frailesca, donde estaban Prusia, Liquidámbar, Suiza (...) Ahí se avecindaron Sonnemans, Diestel y Pohlenz, encargados de la parte agrícola de los grandes negocios trasnacionales que llevaban el grano aromático del trópico a las metrópolis. Además de cafetales los finqueros disponían de terrenos marginales, donde se fueron estableciendo cultivos alimentarios, pues para arraigar a los trabajadores migratorios el patrón acostumbraba cederles pequeñas parcelas o pegujales donde éstos sembraban milpas de autoconsumo. Las fincas funcionaron así hasta que las leyes posrevolucionarias prohibieron plantaciones mayores de 300 hectáreas y declararon afectables los terrenos incultos. Para disfrazar sus latifundios muchos finqueros fraccionaron y repartieron sus tierras entre familiares, mientras que a los peones acasillados en vez de darles pegujales les vendieron parcelas alrededor de la propiedad, creando así un cinturón de defensa contra solicitantes de tierra o invasores. Algunos también los convencieron de sembrar café y hasta les dieron plantas y les prestaron herramientas. Así las milpas dejaron paso a las huertas de los arrimados, cuyas cosechas abonaban el negocio del patrón. Pasado y presente de Custepec. Don Herman Martín Pohlenz es dueño del pueblo Finca Custepec (o Custepeques, como le dicen) y de casi todo lo que hay ahí. De él son la bodega, la secadora y el beneficio de café movidos con sistemas hidráulicos, pero también son suyas las viviendas, la iglesia, la tienda y la fuente que está en medio de la plaza. Las huertas que cubren todo lo que la vista alcanza, son cafetales de don Martín. Más allá, en el perímetro de la finca, están las parcelas campesinas que el hacendado les ayudó a comprar hace más de 20 años. Algunos dicen que con más de cinco mil hectáreas, la finca de Pohlenz es la mayor de Chiapas, otros creen que es la más grande de México y hasta de Latinoamérica. Cerca de Custepec nacieron caseríos como San Isidro, que se formó a fines de los 70s del siglo pasado con familias de peones. Don Marianito Gómez, de 77 años, que fue caporal de la finca por más de tres décadas, cuenta como el patrón ayudó a la peonada a comprar tierras federales en el perímetro de las suyas: “Los apoyados fuimos yo y otros catorce, que en dos años pagamos la deuda por 303 hectáreas (...) Ya como dueños sembramos milpa y chilacayote, pero don Martín nos animó a meter café (...) Agarramos tierras en los puros bordes de las suyas y así está él defendido de las invasiones de fuereños”. Los habitantes de Santa Anita, son tzeltales de Tenejapa, que en los 70s llegaron a trabajar a la finca Las Nubes, propiedad de Guillermo Sonnemans. Al principio todos los años iban y venían entre Los Altos y La Frailesca. Hasta que a principios de 1980, el finquero les ofreció 147 hectáreas por 120 mil pesos. Memorioso, don Antonio, cuenta que le dijeron: “No tenemos dinero, somos peones”. Pero él los convenció: “Nomás sigan trabajando en mi finca y me pagan con la mitad de su jornal”. “Y así –recuerda– diez familias compramos y empezamos con el café pero ahora como propietarios (...) Igual nacieron otros ranchitos con paisanos de Tenejapa, en terrenos que el patrón ayudó a comprar”. En el pueblo se habla tzeltal y las mujeres bordan en telar de cintura. Si una les pregunta, dicen: “De aquí no somos, somos de Tenejapa”. Lugar que los jóvenes nacidos en los tejabanes de la finca, no conocen. La gente del pueblo Finca Custepec habita en casa prestada. Si los custepeños ponen piso de cemento o construyen una pila, saben que se arriesgan a perder esas mejoras porque en cualquier momento el finquero les puede pedir la casa. Pero aun así lo aprecian, porque don Martín les presta dinero, les compra café y hasta les ayuda con los trámites agrarios y gestionando programas públicos. Además, la mayoría se emplea por temporadas en sus cafetales o plantas procesadoras. Don Javier Flores que ya rebasa los 70, suma 40 de trabajar en el beneficio de café, y vecinos de su misma edad como don José Cándido, toda la vida han sido caporales a las órdenes del “patrón”. Y como ellos, los de San Isidro, Berlín o Santa Anita se contratan en la finca por algunos meses: hacen “chaporros” o limpias del cafetal, regulan la sombra de chalunes, agobian, podan, desmusgan y fertilizan la mata. Claro que ya no son acasillados, ahora son dueños de un pequeño cafetal de tres o cuatro hectáreas –que se ha venido achicando con las herencias, pues al hijo que empieza “se le dan cuando mucho sus tres cuerdas (menos de un cuarto de hectárea) para que meta su propio café”– y aunque tienen poco se sienten orgullosos trabajando lo propio. Se dan cuenta de que sus parcelas en los bordes de la finca “dan la apariencia del pejugal de sus abuelos”. “Pero –dicen– aunque tengamos que seguir jornaleándole al patrón porque del café propio no se vive y con algo tenemos que completarnos, ahora no es lo mismo”. Y efectivamente, no lo es. Los campesinos se organizan. En Custepec dos grupos de pequeños cafetaleros se unieron a la organización campesina Ramal Santa Cruz para vender su café a buen precio, mejorar la calidad del grano y exportarlo al Mercado Justo. “Vivíamos cansados de los coyotes que nos amarraban con anticipos a cuenta de cosecha –dice don Javier– Y así fue que hace siete años nos juntamos bajo la sombra de un árbol, en un paraje llamado La Playona, y decidimos organizarnos (...) En la Ramal, además de vender café, nos damos préstamos a tasas de interés muy bajas (dos por ciento mensual) en vez del 15 por ciento que nos cobran los comerciantes (...) Desde entonces estamos en el sistema orgánico y en lugar de químicos abonamos la mata con composta: una revoltura de pulpa de café, hojarasca y ceniza. El lavado y seleccionado del grano lleva mucho trabajo, porque entregamos a la Ramal puro grano sazón y parejito, el vano lo dejamos al sol para venderlo chibola al coyote”. Antes de unirse en la Ramal muy pocos lavaban su café, lo vendían como cereza o “uva” al finquero que tiene planta de beneficio, o lo asoleaban para darlo chibola o capulín al acaparador. Gracias a la organización muchos consiguieron pequeñas despulpadoras y se hicieron de tanques de lavado y fermentado, y de patios de asoleadero. Y así empezaron a exportar café pergamino en mercados del Comercio Justo, que pagan mejores precios. En esta zona, la altitud de las plantaciones va de mil 300 a mil 700 metros sobre el nivel del mar y los cafetaleros de la Ramal presumen tener altas densidades: de tres mil y tres mil 500 plantas por hectárea con rendimientos, en manejo orgánico, de hasta 26 quintales. El cafetal se trabaja con la familia pero para el corte necesitan contratar peones. Así, de diciembre a marzo van llegando a la zona los braceros guatemaltecos a cortar café: tanto el de los finqueros como el de los campesinos. La temporada de cosecha es de trabajo duro. La familia entera del productor sube al cafetal. Las mujeres llevan las provisiones que se ocuparán en darle de comer a los cortadores y ahí se afanan cociendo nixtanal, moliendo, echando tortilla y parando frijoles, durante casi cuatro semanas que las dejan exhaustas. En este tiempo es cuando los que están en la Ramal piden un anticipo a su organización que luego pagarán con la venta de café. Sin embargo a veces algunos miembros de la familia se emplean en la pizca de la finca para juntar el dinero con que pagarán a sus propios cortadores. Laberíntico y abigarrado sistema productivo y laboral en el que peones venidos de Guatemala y pequeños cafetaleros mexicanos con plantaciones propias, cosechan tanto las huertas del finquero de origen alemán como las de los campesinos. Complejo orden social en que para mantener su equilibrio económico el caficultor debe ser al mismo tiempo peón del finquero y patrón de los pizcadores migrantes. Y más si tomamos en cuenta que este peóncampesino- patrón, se volvió cafetalero por obra y gracia del finquero, que veía en su clientela afeudalada una fuente segura de mano de obra y un cinturón protector contra el reparto agrario. Un finquero al que siguen estando agradecidos y para al que eventualmente le trabajan, pero del que cada vez dependen menos pues su organización les da autonomía y acceso a mejores mercados. Y el círculo se cierra cuando Ramal Santa Cruz, que forma parte de Comercio Justo, lucha porque en este sistema concebido para beneficiar a los pequeños productores y a los consumidores conscientes no puedan entrar grandes fincas como la de Martín Pohlenz, en cuyas casas algunos siguen viviendo. Investigadora del Instituto Maya, AC *La información fue recabada y procesada conjuntamente con Rosario Cobo, investigadora del Instituto Maya, AC. |