on tantas las objeciones que se hacen al quehacer de los políticos, que se va perdiendo la sensibilidad para distinguir entre lo razonable y lo patético, entre las minucias del día a día y los problemas permanentes. A fuer de ser más antiautoritarios que nadie (que no es lo mismo que más democráticos) quisimos restar poderes al Presidente, minimizando los rituales del presidencialismo, en particular la ceremonia del Informe que se había convertido en la expresión simbólica de la subordinación del Legislativo al monarca sexenal, pero la operación reformadora se quedó en la superficie y salió mal: así, junto con el espectáculo decadente se canceló la oportunidad de renovar de manera positiva la complicada relación entre el Congreso y el gobierno federal.
Agotado por el hastío de la ciudadanía y la falta de imaginación de los políticos, sin grandeza alguna, periclitó el Día del Presidente
a cambio de un acto solemne, pero insignificante. Los optimistas se congratulan de que la democracia nos haya devuelto la separación de poderes, aunque ésta se traduzca en una deficiente caricatura del viejo formato republicano en lugar de ser la potencial fortaleza de nuestra recuperación nacional.
La fórmula actual –posicionamientos
de los grupos parlamentarios, entrega por escrito de la documentación y un acto particular del Presidente magnificado por los medios– es tan inútil como la anterior, pues impide aquello que en rigor debía ser esencial para cualquier democracia: la disposición a que el jefe del gobierno rinda cuentas ante la nación representada por los diputados y senadores, y, acto seguido, se obligue a dar curso al debate entre gobernantes y oposicionistas pertenecientes a dos de los poderes de la República.
Ése es el tema que en nuestra interminable transición se dejó sin cambios, sujeto a los caprichos de las mayorías dictadas por el número, no por la racionalidad de los objetivos. Para ahorrarse fatigas, escándalos antiestéticos, sublevaciones instantáneas, abu-cheos y hasta insultos, los partidos metieron el polvo bajo la alfombra en vez de ir al fondo de la cuestión: ¿cómo hacer que el jefe del Ejecutivo se someta a un ejercicio periódico de control parlamentario como ocurre en las grandes democracias del mundo? En lugar de eso, gracias a las tranquilizadoras modificaciones hechas a modo, ahora los jefes de los grupos parlamentarios hablan entre sí o para los suyos, si es que alguien los escucha sin los reflectores presidenciales, mientras que el Ejecutivo se reserva la ocasión para hacer su propia fiesta particular en Palacio Nacional y ahí, entre amigos e invitados sin tacha, expresarse a sus anchas. En ese recinto se reitera el ideal de un mundo armónico, sin problemas: allí, sueñan, no hay diputados levantadedos a cuenta de los adversarios ni aplaudidores obsecuentes entre el auditorio servil; menos máscaras de cerdo o interpelaciones
jocosas a mitad de pasillo, pero tampoco maniobras tras banderas
justo a tiempo para crear la ficción de un país que no quiere reconocerse como es sin vendas en los ojos ni maquillajes publicitarios a flor de piel.
El Presidente no se confronta con las oposiciones en vivo
, pues está convencido de que el único espacio público reconocible es el que le brindan los medios, a los que apela sin el menor intento de jerarquizar su presencia, ya de plano convertido en una especie de Dr. Spot, que lo mismo perora sobre la crisis que sobre la reciente captura del último capo la noche de ayer.
Muerta la tradición, el presidencialismo, o su caricatura, pervive; sin embargo, en la curiosa transmutación de los escenarios y el público, en el voluntarismo del mandatario que piensa en el régimen democrático como una serie de compartimientos estancos donde no hay más interlocutores que él y el ciudadano indiferenciado de las encuestas.
Y al confundir la República real con la fantasía televisiva se nos escamotea algo muy importante: la política democrática no puede limitarse a los supuestos especialistas
predicando desde sus nichos y menos en tiempos de crisis cuando las decisiones adoptadas por mayorías simples o calificadas en los congresos afectan la vida cotidiana de las personas, trascienden los ámbitos de los cenáculos y discurren entre las necesidades y las esperanzas de la gente. Lo menos que podría hacer un presidente preocupado por corregir el rumbo del país sería enfrentarse a la crítica plural (le parezca o no razonable) del Congreso y defender sus ideas sin ocultarse tras la pantalla de tv.
En la sesión inaugural del Congreso hubo pronunciamientos importantes que la prensa registra, pero el debate está muerto, no hay deliberación. Desde el punto de vista analítico el informe presidencial sirve, si acaso, como resumen estadístico de un año perdido. Pero no se busque en él la explicación de la crisis nacional; menos una hipótesis para el futuro a la que contribuyan, con críticas y aportaciones, los representantes de la nación pertenecientes a todos los partidos.
Mientras, en la calle, hay cansancio, temor, hostilidad creciente. La crisis destruye el empleo y lanza a la miseria a millones que no ven para cuándo se reiniciará la prometida recuperación. Decir que la situación ha tocado fondo
, justo en el momento que se hacen sentir con mayor fuerza las sacudidas sobre el empleo y los ingresos familiares, es una frase vacía, un ejemplo de cómo la elite dirigente se esconde tras las palabras para no aceptar su pobreza intelectual y moral, pero se prepara para proseguir con las mismas políticas de siempre, sustentadas en el ideario del reaganismo que se resiste a abandonar la escena... Y todavía hay quienes se niegan a admitir la crisis de las instituciones.
P.D. A Margarita Suzán la recuerdo vital, activa, comprometida con las causas de su tiempo sin reconocer más frontera que la inteligencia, la honestidad y la pasión por la libertad. Hasta siempre.