a historia de la infamia en América Latina aumenta de forma exponencial. Es casi una relación maltusiana. A mayor injusticia se disparan geométricamente los signos de corrupción judicial dejando tras de sí una estela de prevaricación y falta de ética. En la medida que los fiscales y jueces avalan decisiones para complacer las demandas del poder político se hacen cómplices y se convierten en títeres de un orden viciado y perverso. Son las condiciones óptimas para que la clase gobernante teja su urdiembre de un régimen fundado en la ignominia por medio de decisiones bastardas.
Nadie puede negar el derecho a un juicio justo y una buena defensa a violadores, narcotraficantes, pederastas, ladrones, torturadores o asesinos. Que sus abogados busquen la absolución debido a errores procesales está dentro de las reglas del juego. Muchos han sido los casos declarados nulos, en segunda instancia, por fallos de procedimiento. Y no es un problema de ver películas made in USA. Por ello el poder político ha cambiado las reglas del juego. Deja vacíos para interpretarlos según su conveniencia. Hay que evitar decisiones adversas. Para no caer en contradicciones, los estados han restringido las libertades civiles y los derechos políticos. Las nuevas leyes antiterroristas son una expresión del recorte. Su aplicación favorece la retención por un tiempo superior a 72 horas e incluso la incomunicación sin derecho a letrado, transformando el sentido del habeas corpus. En el siglo XX, los derechos fundamentales estaban protegidos. Hoy, en pleno siglo XXI, es práctica común su violación por gobiernos inscritos en la tradición de las democracias representativas. De forma solapada los gobiernos occidentales se parapetan en decisiones judiciales ad hoc para sabotear y escamotear los derechos fundamentales de las víctimas. Guantánamo no es una excepción.
El Estado no puede transgredir los derechos básicos ni pretender que las cortes de justicia bailen a su ritmo. No puede crear falsas pruebas, ni encubrir crímenes donde se cuestione la actuación de sus propias fuerzas de seguridad. Tampoco puede obstaculizar la acción judicial buscando inmunidad a sus sicarios, ni debe orquestar campañas mediáticas para decantar una sentencia. En esta línea, si lo hace se rompe el estado de derecho y presenciamos la emergencia de un Estado canalla; es decir, miserable y amoral. En esta dirección, cuando una defensa traspasa el código deontológico, fundado en el respeto a la ley, se suma a la acción vil inherente al Estado canalla.
Para evitar caer en la descomposición moral y la pérdida de credibilidad de las instituciones a la hora de aplicar la ley y administrar justicia, Montesquieu propuso la división de poderes para garantizar el mantenimiento del estado de derecho. En este contexto se establecen los mínimos necesarios para que la justicia pueda actuar con independencia del poder político.
Este frágil límite, mediado por la conducta ética, debe estar presente a la hora de aplicar justicia. Si se compromete una decisión, variando la sentencia sobre criterios espurios, entre los cuales está la razón de Estado, los jueces amparan un delito, prevarican. Si así lo hacen deberían ser inhabilitados para salvaguardar la neutralidad de los tribunales. Lamentablemente no sucede así. Los máximos representantes de la justicia, miembros de tribunales constitucionales o cortes supremas, se aventuran, protegidos por el sistema político corrupto, a prevaricar. De esta manera asistimos a sentencias donde se justifican crímenes de Estado y de lesa humanidad, bajo argumentos que insultan la inteligencia de un alumno de primer curso de derecho. Acteal es la demostración de cómo no deben actuar nunca los tribunales. Su resolución rompe el concepto de una justicia ciega, imparcial y neutral. Quienes se parapetan bajo la clase política para ejercitar el terrorismo judicial son una vergüenza para los togados de carrera. Lamentablemente, para medrar en la carrera judicial, sus representantes deciden voluntariamente acatar las órdenes de una elite política sin escrúpulos ubicada al margen de la ley.
En todas las dictaduras, la impunidad se resolvía en los tribunales. Así ocurre con los culpables de Acteal. Se amañan juicios, con testigos falsos o protegidos o abogados miembros de la canalla. En conjunto, se convierten en la baza para realizar detenciones ilegales o fabricar desapariciones. De esta manera, paramilitares, civiles y militares son puestos en libertad aduciendo problemas de forma o aplicando leyes obsoletas. Para evitar una crítica moral a tales decisiones, intelectuales comprometidos o miembros de los regímenes canallas facilitan argumentos legitimadores, construyendo un lenguaje barroco. Nunca faltaron los escritores, ideólogos o académicos prestos a servir a Porfirio Díaz, Leonidas Trujillo, Ubico, Pinochet, Stroessner, Somoza o Videla a cambio de gozar de sus bacanales. Tal como sucedía durante los siglos XVII y XVIII limpiaban los excrementos del rey, besaban sus nalgas y les acompañaban en las noches de insomnio. Era una demostración de cercanía al poder absoluto. Algo similar ocurre hoy día. Se trata de gozar de privilegios. En el caso Acteal, algunos intelectuales son la máxima expresión de esta corrosión del carácter. Lo mismo ocurre en instituciones que se prestan para hacer factible la ignominia. El equipo jurídico emanado del CIDE ha sobrepasado los límites a una justa defensa.
Dejar libres a los culpables de la matanza de Acteal supone escribir otra página más en la historia de la infamia de América Latina. Sin embargo, el fantasma de las víctimas rondará siempre la cabeza de sus asesinos, sus abogados, los jueces prevaricadores, los intelectuales de medio pelo, los gobernadores de mala reputación y los políticos de poca monta. Un crimen de Estado no desaparece de la conciencia social y la memoria histórica. Lo mismo sucedió en Tlatelolco en octubre de 1968. Por mucho que aparenten tranquilidad no duermen tranquilos, esas son sus cadenas. Bienvenidas sean.