as izquierdas en México están divididas, desorientadas y más preocupadas por ocupar espacios que por construir alianzas estratégicas. Esto es evidente en los partidos que se reclaman de izquierda, pero también entre las organizaciones no gubernamentales y agrupamientos de la sociedad civil. Todas tienen prisa por ocupar un espacio sin discutir para qué ni con quiénes. Practican frecuentemente la vieja consigna de La sombra del caudillo. El principal verbo que se conjuga en política es el verbo madrugar.
Es necesario cambiar de terreno de deliberación.
El punto de partida para la acción de las izquierdas mexicanas debería ser la definición de Bobbio sobre la democracia de los modernos. La lucha contra el abuso del poder desarrollándose en dos frentes: contra el poder desde arriba en nombre del poder desde abajo, y contra el poder concentrado en nombre del poder distribuido.
La lucha contra el abuso del poder desde abajo es la lucha por la transparencia y la fiscalización democrática. Es decir, por la rendición de cuentas. Su consecuencia central es acotar cada vez más el vicioso círculo de la impunidad de los poderosos. En las últimas semanas hemos visto brutales expresiones de esa impunidad en el caso de la guardería de niños en Hermosillo y en la liberación de los implicados en los atroces crímenes en Acteal.
La lucha contra el poder concentrado es la lucha contra los poderes monopólicos tanto en la economía como en la cultura y, sobre todo, en la política. El monopolio de la política ha sido, históricamente, la nodriza que alimenta las concentraciones del poder en los otros ámbitos y de manera relevante en el económico. Aun cuando ese monopolio evolucionó en un frágil oligopolio. El mayor peligro ahora es que se vuelva como lo han pregonado muchos: un duopolio.
El enclave autoritario que subsiste después de la alternancia ha sido la plataforma desde la cual se lanzan signos inequívocos de retrocesos conservadores. Estas pulsiones restauradoras se alimentan de varias circunstancias: las expectativas de los actores políticos que le apuestan al éxito individual, sin consideración a la solidaridad con los demás; la sobrevaloración de la ciudadanía por los espacios privados, dado que los públicos están invadidos por pequeñas minorías intensas que los ocupan y excluyen, y, sobre todo, el cinismo del discurso político que ha hecho del así-es-la-política su piedra de toque.
En la discusión más estratégica para enfrentar estas inercias percibo dos caminos que expresan a distintos conjuntos sociales. Por una parte están quienes consideran que en un gobierno republicano el tema central para sustentar una nueva moral pública pasa por el cambio de reglas. En consecuencia, se orientan a las reformas institucionales. Mientras, otros insisten en que más allá y más acá de las instituciones están los actores y la forma en que se vinculan entre sí y con los poderes. Privilegian el momento cultural y promulgan, por la naturaleza policéntrica del poder en el mundo de hoy, un proceso de acumulación de fuerzas de largo aliento que construya una coalición histórica.
Un camino hace del campo electoral su espacio privilegiado y el otro busca construir alianzas desde las luchas ciudadanas. Desde una perspectiva, se sospecha que la forma partido termina por atrapar los impulsos autónomos de la sociedad en las madejas del poder constituido. Otra, desde los partidos de izquierda o los movimientos, busca transformar las reglas que excluyen a muchos del ámbito electoral para reconstruir el propio sistema de partidos.
En las elecciones recientes votaron de manera separada: unos por partidos, otros por el voto nulo y algunos más se abstuvieron. Es indispensable establecer puentes entre estos segmentos para oponer una coalición progresista articulada a la inminente alianza restauradora. Es necesario privilegiar la deliberación programática.
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