a estimación del gobierno es que el producto interno bruto disminuyó a una tasa anual de 10.4 por ciento en el primer semestre del año. Esta fuerte contracción de la actividad económica tiene un impacto directo sobre las finanzas públicas.
Estas han dejado de ser un sustento de la política de estabilización financiera, tal y como ocurrió en los años previos a la actual crisis. Esa fue la manija de la gestión pública y la base de la oferta de gobierno en materia económica, aun a expensas de un mayor crecimiento del producto y del empleo. Ya no lo es.
Ahora, las cuentas fiscales se han convertido en una fuente de fricción creciente. Se eleva el nivel del endeudamiento y se han usado ya recursos de tipo no recurrente para financiar el déficit fiscal.
No obstante, a diferencia de otros casos, la política fiscal tiene muy escasa capacidad para afectar de manera positiva una recuperación productiva mediante el estímulo de la demanda agregada. Dicho en otros términos, no es un instrumento de contención de la fase recesiva del ciclo económico de la economía, más bien contribuye a ahondarlo.
Según los informes de Hacienda sobre la situación de la economía, las finanzas y a deuda pública del segundo trimestre del año (del 30 de julio de 2009), los ingresos públicos cayeron 7.8 por ciento, respecto del mismo periodo del año anterior. Los ingresos petroleros bajaron 22.2 por ciento y los tributarios 13.6, y para compensarlos se usaron recursos del banco central y las coberturas petroleras.
Sin las coberturas petroleras que están por terminar y sin los fondos del Banco de México, ambos de una sola vez, los ingresos establecidos en el presupuesto federal fueron de 83.5 mil millones de pesos menos (con ellos la caída fue de 23.3 mil millones). No hay rastros de los excedentes petroleros. El problema fiscal está ya en el centro de la gestión pública.
En el primer semestre del año el gasto total del sector público aumentó 5.7 por ciento frente al mismo periodo del año pasado. El gasto programable creció 14.5 (representa tres cuartas partes del total) y el no programable cayó 30.3 por ciento, mientras el costo financiero aumentó 17 por ciento.
La deuda por concepto de los llamados Pidiregas (programas de inversión con registro diferido en el gasto, que surgen desde la crisis de 1995 para financiar proyectos de infraestructura) y que estaban, en efecto, fuera del balance de las cuentas públicas, han sido consolidados a la deuda pública. Este esquema fue usado principalmente por Pemex y la CFE.
Así la deuda interna pasó de 18.7 a 21.7 por ciento del PIB en el primer semestre, frente al saldo de diciembre de 2008. Si se considera el total de la deuda (interna y externa) y se reconocen los Pidiregas, se llega a una proporción de 31.2 por ciento del PIB en junio de 2009, ante 21.4 al final del año anterior.
La carga fiscal es creciente y aun con el inicio –todavía incierto– de una recuperación que se pueda advertir hacia el final de este año, y que será lenta y larga, la gestión de las cuentas públicas será clave. El déficit requerirá una reducción de los gastos, sobre todo de tipo corriente, y un aumento de los ingresos con alguna forma de impuestos.
A corto plazo no hay muchas alternativas. A mediano plazo no pueden seguirse eludiendo los conflictos internos en la administración pública y en las empresas paraestatales, especialmente en Pemex.
Pero el problema no se reduce al entorno federal, sino que se extiende a la deuda de los estados y a la colocación de bonos municipales. Estos se garantizan con partidas de ingresos y en la medida en que las transferencias de fondos federales se reducen, crece la posibilidad de incumplimiento de pago.
Esta no es una mera especulación (ésta la hacen quienes colocan los bonos en el mercado bursátil y quienes los compran). La garantía de esos bonos está, finalmente, en el gobierno federal, cuyos propios fondos están ya bastante comprometidos.
El arreglo federal en términos de financiamiento y endeudamiento de los gobiernos locales puede, efectivamente, entrar en crisis. Esto ocurre ya por ejemplo de modo claro en Estados Unidos, con el caso del gobierno de California. La recomposición de las finanzas estatales no será suficiente para tapar el agujero de la deuda y el gobierno federal tendrá que definir formas de intervención.
En México puede pasar una situación parecida y agravar con ello la crisis fiscal con efectos de largo plazo en el financiamiento, no sólo de obras de infraestructura en las que participa, por ejemplo, Banobras, que aún está muy confiado en el éxito de esos programas.
Esta cuestión puede, en cambio, repercutir adversamente en la disponibilidad general de fondos y en su asignación en los estados y municipios.
Esta dimensión de la crisis parece aún latente pero tiene que ver con el compromiso de partidas de gasto para cubrir deuda con recursos públicos cada vez más inciertos. Por supuesto que la situación fiscal cada vez más apretada no dejará de expresarse en el campo social.