Opinión
Ver día anteriorLunes 3 de agosto de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Aprender a morir

Eduardo y Juana

A

lguien escribió: “No confundas el ‘deber’ con lo que los demás esperan de ti”, y aunque cada día son menos, todavía quedan espíritus capaces de dar el postrer testimonio de congruencia y libertad, independientemente de lo que la sociedad y sus valores pretendan imponerles.

Discreto ruido mediático –la frivolidad no resiste tanto– provocó el suicidio asistido de la pareja británica formada por Eduardo y su esposa Juana; él de 85 años, ella de 74, luego de una relación de 54 años en que vocación, talento y amor no fueron suficientes para detener el deterioro físico, al grado de que él, prestigiado director de orquesta, había perdido la vista y el oído, mientras ella, bailarina, coreógrafa y asistente de su marido, padecía un cáncer terminal. Sin embargo, el gesto de Eduardo y Juana, conscientes de su vida lograda y de su muerte decidida en tiempo y forma, va más allá del siempre escandalizante hecho de quitarse la vida –somos libres, pero no a ese grado, se advierte a los sencillos– y de hacer pública su decisión, cuando pudieron haberse ido sin ruido y en casa.

Ciertos suicidas lúcidos procuran dar a su voluntad final un sentido más amplio que el uso reflexivo de su libertad, y Eduardo y Juana no fueron la excepción, sabedores de que la sociedad inglesa ha excedido demasiados límites, incluido el de la simulación. Como toda nación imperialista, Inglaterra prohíbe la eutanasia y el suicidio asistido, ya que la-vida-es-como-sagrada excepto si sus intereses económicos están de por medio, por lo que la pareja debió viajar a Suiza.

El pragmatismo de los suizos no sólo les permite fabricar los mejores relojes del mundo, sino también ofrecer los bancos más discretos y seguros para cuanto acumulador de fortunas decida depositarlas y, por si fuera poco, brinda servicios profesionales legales de eutanasia y suicidio asistido, por ahora a través de dos empresas: Dignitas y Exit.

Dignitas, fundada en 1998 por Ludwig Minelli, abogado suizo, tiene su sede en un modesto edificio de cuatro pisos en Zurich, donde se ayuda a morir a personas con enfermedades terminales y graves, asistidas por médicos y enfermeras. Si esto a algún lector le resulta bochornoso, no lo fue para Eduardo y Juana, que acompañados de sus dos hijos decidieron libremente poner fin a sus fructíferas vidas y, de paso, exhibir los niveles de hipocresía de una sociedad civilizada a conveniencia.