l PAN, se ha dicho, rehúye asumirse como partido de gobierno. Más aún, el gobierno panista rehúye asumirse como gobierno. Le gusta ser oposición. La realidad es que con Fox tenía que resolver un dilema central. Asumía la alternancia como una ruptura pactada que habría implicado la reforma del Estado que pondría fin a la impunidad. O asumía la alternancia como pacto de cogobierno. En un caso en alianza con el PRD, en otro en unión con el PRI. Todo el sexenio foxista se pasó entre la ruptura y el cogobierno. No asumió ni la una ni lo otro. Fracasado el intento por obtener mayoría legislativa en las elecciones de 2003, al gobierno foxista y al PAN le gana su alma cristera. Intenta el desafuero y desata los demonios de la desconfianza.
El discutido triunfo de Calderón en 2006 marcará todo su sexenio. Con una débil legitimidad, con un Congreso paralizado y con un ineficaz ejercicio gubernamental buscó detener su caída electoral, por medio de una estrategia centrada en el tema de seguridad. No lo logró. La crisis política del PAN corre pareja con un gobierno que se encuentra en un desgaste acelerado por ineficiencia, pero sobre todo por intentar una mala imitación del estilito político heredado del régimen de partido hegemónico.
La restauración conservadora no se atisba sólo por el triunfo contundente de los gobernadores priístas. Hay que abonarles una victoria cultural quizás momentánea pero no por ello menos relevante. Mucho se ha discurrido sobre la naturaleza del régimen priísta desde que Linz propuso el concepto de autoritarismo para distinguir algunos regímenes frente a los totalitarismos, junto con la elaboración teórica de Sartori de sistemas de partido hegemónico. Sigue sin embargo sin entenderse que más allá de factores coyunturales, como la astucia con la que Beatriz Paredes condujo la campaña electoral, o de factores más estratégicos como el pacto entre los gobernadores priístas, hay un sustrato histórico que ha penetrado en la sociedad por medio de la educación pública y muchos otros aparatos ideológicos, de eso que sólo para efectos descriptivos llamamos la cultura priísta.
Nada ejemplifica mejor esto que esa frase que escuché en muchas regiones del país y entre los más diversos estratos sociales, y que resume el juicio popular sobre la corrupción de los regímenes anteriores y las administraciones panistas. Al menos los priístas salpicaban, decían mis interlocutores.
A pesar de la procacidad de la frase, habría que integrar en los análisis de un transición democrática trunca el peso sin duda decisivo de una cultura política formada de hábitos, liturgias, tradiciones y, de manera decisiva, de corrupción del lenguaje. Atinan por tanto, frente al optimismo casi maoista producto de los resultados electorales de 2000, quienes repetían una y otra vez que el PRI seguía entre nosotr@s aunque no estuviera en el Poder Ejecutivo.
En ningún espacio político se aprecia mejor la persistencia de esos hábitos y prácticas que en la izquierda partidista más allá de sus controversias tribales. En mi siguiente artículo conversaré sobre las izquierdas de hoy y ojalá las de mañana. Baste por lo pronto decir que el desplome electoral de las izquierdas no sólo es consecuencia de las divisiones de suyo negativas. También cuenta y mucho la dependencia a veces hasta discursiva y frecuentemente en estilos políticos, con la cultura hasta hoy dominante.
Nada de extraño tiene que un sector importante del electorado haya decidido acudir a las urnas para anular su voto. Son votos de inconformidad y de hartazgo. El segmento más activo de este conjunto no articulado y muy heterogéneo de anulistas también enfrenta el reto de no reproducir ese viejo estilito político. Los primeros encuentros, en el DF y en Guadalajara, demuestran que con deliberación y sin prisas se pueden generar nuevas formas de hacer política.
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