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Sed de autodestrucción

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asan los días y las semanas y no logro escribir nada sobre Michael Jackson: me tiene apabullado la forma meticulosa, y hasta se diría que programada, en la que el hombre se hizo pedazos. Si quieren un ejemplo sobre esa capacidad de los humanos, no de todos, para destruirse a sí mismos, ahí tienen uno contundente. No hablo de la catástrofe ambiental ni de lo perniciosos que resultamos en tanto que especie, sino de las tendencias individuales a brincar al abismo, a comer vidrio molido, a mutilarse de las maneras más variadas. Hace unas décadas los entomólogos afirmaban que los animales se hacen daño a sí mismos sólo cuando se encuentran en cautiverio; creo que, de entonces a la fecha, el aserto ha sido más que relativizado por los suicidios colectivos de ballenas y por otras actitudes autodestructivas detectadas en toda suerte de amasijos celulares con o sin vértebras. Pero si lo de los autoatentados en cautividad siguiera siendo cierto, estaríamos ante la conclusión aterradora de que los homo sapiens son mascotas de sí mismos, o algo peor: ganado, cobayos, capturas de cacería, bestias del circo de su propia especie. ¿Quién sabe?

Jackson adoraba o necesitaba causarse destrozos físicos, pero a otros les da por reducir a talco su individualidad en términos emotivos o intelectuales o políticos; en cualquiera de esos casos, las actitudes autodestructivas nos son tan familiares como andar a pie y las tragedias de la Grecia clásica aportan un montón de situaciones en las que el héroe o la heroína avanzan derechito hasta meterse en la trituradora de carne: La tragedia monta una experiencia humana a partir de personajes famosos, pero los instala y los hace conducirse de tal manera que la catástrofe aparecerá en su totalidad como probable o necesaria. Algunos consideran que el autor trágico Eurípides es pionero en la exploración de los ¿instintos? ¿impulsos? ¿designios? autodestructivos de los humanos, empujados a hacerse pedazos (junto con su entorno, a veces) porque así lo determinó un destino (Hado), sellado a su vez en una transgresión originaria, o por su propio desencanto ante la ausencia de valores positivos entre sus semejantes.

El factor autodestrucción introduce torceduras en todo intento de análisis del acontecer humano. Por ejemplo, durante mucho tiempo tuve la certeza de que Salinas no había ordenado el asesinato de Colosio, y no necesariamente porque le faltara la maldad para hacerlo, sino porque el balazo fatal en el cráneo del candidato presidencial sonorense conllevaba una alta probabilidad de aniquilación política de su mentor, quien de seguro es (y era) lo suficientemente listo como para saberlo. Pero ese argumento, del todo ajeno a las (in)conclusiones legales de las numerosas investigaciones en torno al crimen de Lomas Taurinas, se me vino abajo cuando una amiga me cuestionó: ¿Y qué tal si Salinas se odiaba a sí mismo? Su pregunta me hizo poner en una perspectiva distinta algo más que la muerte de Colosio: el proyecto de destrucción sistemática que arrasó al país a lo largo de seis años (1988-1994) en los ámbitos político, económico, social y ético, proyecto que no sólo dio al traste con vidas y bienestares innumerables, sino que convirtió a un político joven, talentoso y megalómano que acabó convertido en máscara burlesca, en caricatura de la maldad hecha gobierno y en escala de complicidad irremediable, aunque públicamente execrado, para las trapacerías de sus sucesores (constitucionales o espurios) en el cargo y de numerosos miembros ilustres de todos los colores de la clase política. En términos simbólicos, la conversión moral de aquel licenciado Salinas –que danzaba entre reflectores– en el actual chupacabras –que opera en las tinieblas– podría equipararse con la transformación estética sufrida por el cantante recientemente fallecido, que tuvo por punto de partida el rostro de un niño negro agradable y simpático y culminó en un amasijo de cartílagos que servían como soporte para una espesa capa de maquillaje blanco.

Lo que los griegos consideraban una cruel travesura del sino fue llamado maldad o posesión por la moral cristiana, y posteriormente fue interpretado por el sicoanálisis ya fuera como la codificación, en clave de neurosis, de afectos imperativos marcados por las figuras materna y paterna o sus equivalentes, o como expresión de un instinto de muerte. Nadie podía escapar de las determinaciones de las diosas hijas de la noche o Moiras: Cloto, la que hila destinos; Laquesis, la que los asigna, y Átropos, la que vigila su cumplimiento. La lógica cristiana apuntaba dos vías de salvación: la puerta estrechísima de la voluntad, que conduce del vicio y la perversión hacia el bien –con la desventaja de que antes pasa un camello por el ojo de una aguja– y el exorcismo, de éxito tan improbable antaño como hoy día. La actual proliferación de sicoterapias, en cambio, pone al alcance de muchos la posibilidad real de superar tendencias autodestructivas, ya sea por la vía profunda (y tediosa, y cara) del diván freudiano, con los condicionamientos de circo del infame Skinner, en el desbordado optimismo de la terapia Gestalt o por medio de las prácticas un tanto místicas que preconizó Milton Erickson, o por otras (Fromm, Adler, Jung, Reich, Lacan...) o mediante una combinación de varias de ellas, o de todas. Muchos destinos personales y tal vez uno que otro país podrían salvarse de la destrucción si los afectados de comportamiento autodestructivo se dieran una vueltecita por el consultorio de un o de una terapeuta.

Pensándolo bien, la percepción pública de la tragedia de Michael Jackson acaso sería radicalmente distinta si éste, en vez de adoptar una actitud vergonzante y esquiva ante su transformación, la hubiese asumido y presentado como producto de un impulso creativo. Creo que no son menos monstruosas las cosas que se han hecho la francesa Orlan, quien se implantó un par extra de pómulos en las sienes y ofrece como performances cargadas de significado sus cirugías plásticas en vivo o, en un plano menos glamoroso, el cantante texano Paul Laurence, El Enigma, quien se injertó cuernos, se alteró las orejas y se tatuó un rompecabezas en la mayor parte del cuerpo, o Elaine Davidson, la que hacia 2002 ostentaba 192 implantes metálicos en la cara y otros 270 en el resto del cuerpo, o Erik Sprague, El Hombre Lagarto, quien se sacó punta en los dientes y se construyó una lengua bífida, o Dennis Avner, quien se deformó toda la cara para parecerse a un felino. Frente a esos casos extremos de autodestrucción (y construcción) del rostro, el de Michael Jackson, que sólo aspiraba a parecerse a Peter Pan, podría haber pasado por modesto, si no es que casi inadvertido. Tal vez su error más grande no haya sido, entonces, el autodestruirse, sino el negar que aspirara a ello. Links, en el blog.

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Y de lo contrario: el pasado 17 de julio la queridísima Aralia López González fue apapachada por sus alumnos de la UAM Iztapalapa por su trayectoria como maestra, formadora, gestora de conciencias y de descontentos. Iba a poner aquí que yo también me reclamo discípulo suyo y que ella es una de mis mamás favoritas, pero como se trata de homenajear, no de desprestigiar, mejor digo otra cosa: de ella aprendí que el afecto podrá ser sujeto de conocimiento, pero antes que eso, que el conocimiento es un suceso afectivo y que las ideas son sujetos amorosos, tanto como el abrazo que le mando.