ratar de poner orden en una biblioteca es correr un riesgo semejante al que representaría intentar una travesía por el océano en una chalupa. Del fondo de los libreros, como del mar, emergen los seres vivos más extraños y diversos, a veces con rasgos parecidos a los nuestros, en ocasiones nunca soñados por la más demencial imaginación.
Hechizantes como el canto de las sirenas, monstruos que inspiran horror y piedad, personas que son como reminiscencias de lo que fuimos... o de lo que estuvimos a punto de ser y escapamos al sentir el vértigo de los abismos.
Las oleadas de libros se levantan cual murallas de agua, sobre cuyas crespas debemos mantenernos inmóviles para ser llevados por ellas a un mar más tranquilo si se pretende salvarse del naufragio inminente.
Los años me han persuadido de que los objetos tienen también una vida; cierto, distinta de la nuestra, pero más o menos larga. Viejos muros que prefieren callar tantas confidencias escuchadas, muebles antiguos que revelan secretos, cartas de amor o de amenazas, fotogra-fías amarillentas que ya no dicen nada a nadie.
Sin duda, muchas cosas nacen muertas sin haber tenido el tiempo de respirar una bocanada de aire. Otras no son sino ruinas, pero ruinas que perpetúan la memoria de una época terminada.
Algunas más, a la manera de los yacentes al fondo de la cripta de una iglesia, parecen palpitar sobre sus sepulcros.
Los libros, a semejanza de tantas otras cosas, poseen una vida. En numerosas ocasiones, vida artificial como la de un robot sólo capaz de emitir sonidos programados, frases sin más significado que los de una máquina más o menos bien fabricada. Otras veces, existencias efímeras que no van más allá del primer suspiro.
Hay también los libros que yacen latentes, abandonados en un desván a la espera de un lector que los reanime con el soplo de su lectura. Quizás por ello, entre otras causas, es tan peligroso remover los libros, tratando de darles un nuevo orden, cuando algunos prefieren seguir su eterno descanso y otros no cesan de removerse clamando a gritos atención.
Dispuestos a revelar todos sus secretos, a proponer enigmas que sólo levantan nuevos enigmas, a dejar salir de entre sus páginas seres venidos de universos distintos, de tiempos que han dejado de coordinarse con el presente, espantos, pero también personas más reales que las reales, con una vida más duradera que la de los vivos que nos rodean.
Así, se necesita ser ingenuo, tener accesos de delirio, vivir encandilado por las ilusiones peligrosas o tener algún vicio oculto para meterse a poner orden en los libreros de casa, sobre todo cuando los libros van y vienen a su antojo, llegan a escondidas, se van sin despedirse, se quedan en un rincón cualquiera como si hubiesen encontrado al fin su lugar en este mundo.
Sin embargo, vale la pena tal aventura. Ante los libros amontonados, pueden dar ganas de salir corriendo, de abandonar la tarea después de haber aumentado el desorden.
Puede rozarse la depresión, decidir expulsar a todos los libros, preguntando sin hallar respuesta por qué escribir, qué encierra de mágico la escritura para que tantas personas se arrojen a un ejercicio acaso tan gratuito como absurdo.
De súbito, entre la montaña de volúmenes, mientras se abre uno, se hojea otro, se leen algunas páginas de alguno, llama la atención, imanándonos, un libro al que no es posible resistir.
Se le abre, se leen las primeras líneas, la imantación se transforma en hipnosis, el hechizo se realiza y ya no es posible escapar a su lectura.
¿Por qué no había leído antes ese libro del que no sé cómo diablos llegó a casa? ¿Quién lo trajo, cuándo? Preguntas sin sentido.
El libro está ahí, frente a mis ojos, contándome una, dos, más y más historias, proponiéndome misteriosos espejismos, respondiendo con adivinanzas a mi curiosidad con los sortilegios de sus palabras.
Sí, de vez en cuando, entre el cúmulo de la producción editorial, aparece un libro verdadero.