ás allá del aspecto diplomático –ampliamente discutido luego de la intempestiva decisión del gobierno canadiense de imponer visas a los viajeros mexicanos–, la relación entre México y Canadá –miembros del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN)– acusa profundas desigualdades y exhibe marcadas desventajas para nuestro país en el aspecto económico y, por ende, en el social.
En el tiempo transcurrido entre la suscripción de ese acuerdo de comercio trilateral y la actualidad, los capitales canadienses han recibido un trato privilegiado en México; las empresas de aquel país que operan en el territorio nacional –particularmente en el sector minero– han obtenido cuantiosos beneficios y vastos márgenes de ganancia sin que para ello hayan tenido que realizar grandes inversiones productivas y sin que hayan realizado aportes significativos al bienestar de la población en general.
Por añadidura, el acuerdo ha servido como acicate para un desembarco económico canadiense en el país y, al igual que ocurre con Estados Unidos, la relación comercial se ha vuelto sumamente desventajosa para México: entre enero de 1994 y la actualidad, ese intercambio ha arrojado un saldo deficitario para nuestro país (de más de 12 mil 500 millones de dólares) y el beneficio neto obtenido por cada nación durante los últimos tres lustros es por demás desproporcionado: de 11 dólares a uno, en favor de la economía canadiense, según informes del Banco de México.
El profundo desequilibrio entre lo que Canadá otorga y lo que recibe de nuestro país hace inevitable percibir, como trasfondo de esa relación bilateral, una lógica de tipo colonialista antes que la procuración de beneficios mutuos que supuestamente tendrían que derivar del proceso integracionista a que el país ha sido sometido desde hace tres lustros. A las notables asimetrías que prevalecían hace 15 años entre México y sus vecinos del norte –asimetrías que se reflejaban en dimensión de las economías, niveles de desarrollo industrial y tecnológico, productividad, salarios y, en general, en calidad de vida de las respectivas poblaciones– se ha sumado la aplicación de instrumentos contemplados en el propio TLCAN que resultan inequitativos en prácticamente todos los ámbitos para nuestro país. Al día de hoy, a la par del avance de las empresas foráneas en el territorio nacional, se ha registrado un retroceso incluso en los terrenos en que México solía ser autosuficiente, como el alimentario.
Ante tales elementos de juicio, el gobierno tendría que asumir como una de sus tareas principales el emprendimiento de las gestiones correspondientes ante sus pares canadienses y estadunidenses a efecto de obtener de éstos un compromiso y un aporte al desarrollo nacional que sea mínimamente congruente con el beneficio que esos socios
reciben de México. Sería deseable y necesario, por ejemplo, suscribir compromisos que obliguen a las empresas de esos países a incentivar las tareas productivas en el territorio nacional, a minimizar los efectos nocivos en el medio ambiente y a contribuir, en suma, con el desarrollo de las comunidades en que se establezcan.
Por desgracia, episodios como la imposición del visado canadiense a los connacionales han venido a recordar que la dependencia económica redunda en una pérdida de autonomía política y de soberanía por parte de nuestro país y que la diplomacia nacional se encuentra en un marasmo que le impide adoptar acciones que restañen, así sea mínimamente, el peso político de México en el ámbito regional.