n varias poblaciones del país persiste la intolerancia religiosa. En el último mes, por ejemplo, La Jornada ha documentado casos en Chiapas, Hidalgo y Jalisco, donde indígenas evangélicos son amagados y sancionados por los tradicionalistas debido a que no aceptan cargos ligados con la religiosidad tradicional ni contribuyen económicamente para las festividades asociadas de alguna manera al catolicismo.
El anterior es un lado de la problemática. Otro está representado por la complicidad de las autoridades municipales, estatales y federales que se dedican a la administración de los conflictos, pero no los resuelven de acuerdo a las leyes, sino mediante componendas en las que dejan pendiente la plena libertad de culto de la minoría protestante. Un rostro más del tópico es, tal vez, el menos analizado, pero que refleja al mismo tiempo un nuevo horizonte en las comunidades mayoritariamente indígenas de la nación. Nos referimos al ensanchamiento de la tolerancia, de la aceptación a convivir con otros y otras que son distintos en un rubro esencial para las poblaciones indias: el credo religioso y las prácticas que de éste se derivan.
En comunidades hostiles hacia los conversos a una fe divergente de la tradicional es claro que en las amenazas y ataques participa un grupo que para nada aglutina en su seno a la totalidad de la población, ni siquiera participa la mayoría cuando la persecución hacia los disidentes religiosos se hace más o menos sistemática. La participación permanente en las acciones de hostigamiento es de un número reducido de personas, si se le compara con el total de habitantes. Eso sí, el liderazgo de los intolerantes está compuesto de personajes con cierto prestigio y poder comunitarios. De estos elementos se valen las cabezas del movimiento antiprotestante (o antitestigos de Jehová, o contrarios a otras confesiones) para azuzar a la población y convencerla de que es necesario desarraigar el mal representado por los que son distintos.
Poco a poco empieza a mostrarse renuencia en algunos habitantes para formar parte del grupo agresor. Las motivaciones son variadas, pero el resultado configura una nueva realidad más hospitalaria, o menos agresiva, para quienes se atrevieron a encarar la simbiosis conformada por las creencias tradicionales y la organización social comunitaria. El cansancio, el hartazgo a mantenerse permanentemente en pie de lucha (física y/o simbólica) contra los estigmatizados lleva a unos a concluir que ya es hora de bajar la beligerancia.
Consideraciones influidas por el parentesco y la amistad también tienen su papel en la disminución de la intolerancia religiosa entre los pueblos indios de México. Con frecuencia los perseguidos son familiares, amigos y amigas, de varios que van en el piquete de atacantes. El hecho impacta en la conciencia de algunos, que con ello se retraen y buscan formas de excluirse de la integración de los comandos que pretenden salvaguardar una pureza que sienten amenazada por la obstinación de los conversos a otros credos.
En la formulación de actitudes y prácticas tolerantes en el interior de las poblaciones mayoritariamente indígenas está la noción de que los seguidores de otras confesiones también tienen derechos. En esta vertiente, la del asentamiento en la conciencia de respetar las creencias ajenas, ha jugado un papel esencial la resistencia de los acosados. Por ejemplo, en Chiapas a partir de los años 50 del siglo XX los indígenas evangélicos, al principio pequeñas células, enarbolaron su derecho a creer distinto basados en la normatividad del país. Arguyeron que la Constitución les garantizaba la libertad de cultos y emprendieron la lid por la defensa de sus derechos. La gesta no ha sido en vano: su argumentación y la permanencia en su otredad fue calando profundamente en la vida, valores y conductas de quienes antes los perseguían.
Cómo y por qué es que las prácticas de la tolerancia se han ido naturalizando en buena parte de los pueblos indios del país son preguntas a las que bien vale la pena intentar dar respuestas, hacerlo con estudios que ilustren la transición valorativa en las comunidades antaño persecutoras. Existe la tendencia, en la comunidad científica social, petrificadora de los pueblos originarios de México, a concebirlos como meros guardianes y continuadores de tradiciones imperecederas. En contraparte son pocos los acercamientos que tratan de comprender el dinamismo de esos pueblos y sus integrantes. En el seno del México indígena se viven transformaciones que están reconfigurando sus múltiples rostros. Si en materia sociorreligiosa los indios e indias cambian, para darle arraigo a la tolerancia antes impensada, los enfoques explicativos entonces también tienen que rehacerse.
Que, como hemos intentado mostrar, las prácticas de la tolerancia se vayan ensanchando en las comunidades no hace mucho cuasi exclusividad del tradicionalismo, para nada libera a las distintas autoridades de cumplir y hacer cumplir las leyes que garantizan el derecho a tener una creencia religiosa, o no tenerla, y expresarla sin ser perseguido por ello.