elarmino detuvo el paso. No pudo evitarlo. ¡Un muro blanco! En tiempos como aquellos, de verborrea y nauseabunda contaminación visual, significaba en blanco
. Una excepción fenomenal. Se llevó la mano a la mollera, la rascó con una uña, gesto simiesco que conserva la especie humana y lo usa, paradójicamente, cuando trata
de pensar, algo que el chimpancé nomás no. En presencia de otras personas sería un movimiento histriónico, pero en el tramo baldío de calle que surcaban entonces los tenis erráticos de Belarmino no había nadie más que él.
Desde el fondo del despojo, adormecido ya por el hábito, le brotó de pronto una idea funesta, y también reconfortante. Seguramente llovería, pero no se apresuró. Nos robaron los colores
, dijo en voz alta. Le sorprendió escucharse, así que en adelante ya sólo pensó en silencio. No que alguien lo fuera a oír; para no sentirse orate: El azul pertenece a unos, el rojo a otros y el amarillo, el verde, a otros más. Rivales entre sí, partidos de determinado color monopolizan la escala cromática básica, dejándonos en un aire gris, de cara al puro blanco-y-negro.
Pateó un trozo de cascajo, neoroca del paisaje urbano, y articuló una imprecación (que por pudor aquí se omite) dirigida a esa bola de cabrones. Un muro, qué cosa, encalado y limpio, le devolvió la conciencia y le permitió sentir nuevamente suyos los colores robados, sin los cuales la vida resulta insípida. Qué reconfortante recuperación, pensó.
Su majestad el carro dominaba los cuatro puntos cardinales, en una ciudad condenada al humo de la combustión eterna y la polvareda sucia de las construcción-destrucción interminable con que el gobierno remueve la suciedad del pasado y arroja al ambiente virus y partículas para garantizar futuras epidemias e inversiones térmicas.
Qué modernos somos, pensó al borde de la vergüenza. Hizo caso omiso de los ruidos simultáneos: mecánicos, claxonales, industriales, hasta del necio palpitar del teléfono celular, ese abejorro con marquesina.
Un muro blanco, impoluto, bien merecía ausentarse unos minutos. Para concentrarse. Lo inundaron los colores de la mente, liberados y recobrados. La satisfacción íntima, aunque proustiana, debe ser equivalente a la del campesino que recupera sus tierras, pensó Belarmino, a quien luego se le ocurre cada cosa.
Y como en una imaginaria pantalla de cine, proyectó contra el muro los colores que recordaba y los que se inventó en ese momento. Les dio las formas y volúmenes de una naturaleza negada, la arquitectura de lo armónico, la suave piel ondulante de la diosa blanca, los tamaños verdaderos de montañas y playas con selva a sus espaldas y no un desarrollo hotelero de varios kilómetros de largo y muchos metros de altura.
Se sintió grafitero de la mente. Menos mal que sólo eso. Si blandiera latas de espray ya lo estuvieran rociando los policías con el agua bendita de sus macanas, que para eso les pagan.
O mejor, muralista. Andaba inspirado el güey. Plasmar los rostros de la historia atroz es una forma de dejarlos atrás, como demuestran los monotes
de Diego Rivera (recordado hoy como el viudo oficial de Frida Kahlo).
Ni siquiera soñaba. Era un ensueño diurno y peatonal. Pero ya que no existían límites, a su buen entender recreó al hombre en llamas que enciende al cielo girando como un sol que pintó Orozco en una cúpula de Guadalajara.
Otra vez suyos, los colores del mundo. No pasarán
, pensó, con un dejo de ironía plástica pasada de moda. Lo suyo era mental.