ice Eduardo Galeano que el entrenador murió cuando el juego dejó de ser juego y el balompié profesional se vio necesitado de una tecnocracia del orden. Entonces nació el director técnico, obseso de la disciplina y el cálculo. En estos días, cuando todos los ojos son convocados a mirar los multimillonarios fichajes que baten récords y escenifican el definitivo giro de tuerca mercantilista al futbol, los que lo vivimos por abajo miramos para otro lado y reposamos la esperanza en el porteño barrio de Parque Patricios.
A años luz del cálculo y la chequera se ha obrado el milagro: allí ha renacido el entrenador. Ángel Cappa y un colectivo llamado Huracán no sólo han disputado hasta la última jornada el campeonato de apertura argentino, también han desempolvado las paradojas y le han ganado al negocio pintando las canchas otra vez de futbol. Hay quien ha hablado de otro balompié posible, pero no es cierto. Los otros son lo otro. Cappa es simplemente el futbol.
En los últimos 20 años el balompié se ha convertido definitivamente en un espejo: la sociedad se mira cada vez más en el futbol. Como si fuera un enorme condensador de los dispositivos económicos y sociales que ha activado el neoliberalismo en las recientes décadas, el balompié expresa y estira la racionalidad general que ha desembocado en la crisis estructural por la que transitamos.
Como ocurre con el agua y el aire, antes el futbol era de todos. Hoy es un bien común que ha sido privatizado: el futbol es nuestro
, dice abiertamente el espot publicitario de la cadena privada de televisión que posee los derechos de emisión del campeonato nacional en España.
En medio de un cuadro económico general de colapso del crédito y de la liquidez, los grandes clubes de futbol manejan sin embargo cantidades estratosféricas de dinero. Según la OCDE, la financiación de la economía ha encontrado en los clubes del balompié el perfecto desagüe para la especulación y el lavado de dinero.
El criminal compra un boleto para entrar en la alta sociedad. Los ricos invierten en un futbol repleto de magnates de dudosa reputación que lo usan para ganar aceptación social
, apunta en un informe publicado hace unos días.
Convertido en una inmensa industria global, los efectos de la privatización y la financiarización del futbol están afectando dramáticamente a su propia naturaleza de juego: los jugadores se convierten en máquinas y marcas, la imaginación es sepultada por el cálculo, lo único que importa es el resultado.
Antes éramos usuarios de una emoción común, hoy somos consumidores de un hiperespectáculo que ya no regala historias ni deja residuo en la memoria. Cada vez nos aburrimos más en los estadios.
Por eso Ángel Cappa es un milagro. Como los indios que protegen la amazonía o los maestros que se levantan para defender una escuela comunitaria, Cappa pone la vida en pelear lo común. Más cerca de Paulo Freire que de los Robocops de vestuario que se pliegan al negocio y cambian el juego por trabajo, es un entrenador que escucha y desaprende. Sus saberes son los de todos: que la velocidad está en la pausa, que la cualidad puede a la cantidad, que los medios justifican los fines, que el juego es una sinergia colectiva y el que corre es siempre el que no tiene la pelota.
Su Huracán no salió campeón por un pelo y un mal árbitro, pero nos volvió a recordar que en la cancha no gana el que vence, sino el que convence. Ni más ni menos. Cappa es hoy la dignidad del futbol.