l pasado 7 de julio la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) inició un juicio contra el gobierno mexicano por la negativa de éste a procurar justicia en el caso de Rosendo Radilla, dirigente campesino detenido y desaparecido por militares en 1974. Ese proceso se sumó a los que están en curso por las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez y por los delitos sexuales perpetrados en 2002 por integrantes del Ejército contra la indígena tlapaneca Inés Fernández Ortega. En una respuesta inicial, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, alegó que la CIDH carece de facultades para intervenir respecto de la desaparición de Radilla pues, dijo, el crimen ocurrió antes de que México aceptara –en 1981– la jurisdicción de ese organismo internacional. Un día después, el funcionario recurrió a otra clase de argumentos, como la equidad y la fiabilidad de los tribunales castrenses, el papel que ha desempeñado la disciplina militar ante la autoridad civil en la historia reciente y la presunta imposibilidad de que vuelva a ocurrir un delito como el que se perpetró contra el activista guerrerense aún desaparecido.
En términos estrictamente legales, podría tener algún fundamento la ratione temporis aducida por Gómez Mont para rechazar la intervención de la CIDH en el caso; aun así, existen numerosos precedentes y resoluciones, tanto en la justicia nacional como en la internacional, que señalan la procedencia de juzgar a los presuntos responsables de una desaparición forzada, sean cuales fueren de los plazos de prescripción y de las fechas de entrada en vigor de leyes y convenios, ya que se considera que la comisión del delito persiste en tanto no aparezca la víctima.
Las siguientes razones esgrimidas por el titular de Gobernación no fueron jurídicas, sino políticas, y resultaron mucho más cuestionables, ya que, independientemente del mal o buen funcionamiento de los organismos castrenses de impartición de justicia, es claro que éstos no deben ni pueden quedar al margen de principios jurídicos generales, uno de los cuales es el cumplimiento obligatorio de los tratados internacionales firmados por el país, en este caso, las convenciones de Derechos Humanos y la jurisdicción de la CIDH. Por añadidura, el hecho de que las fuerzas armadas no hayan obstaculizado la alternancia en el poder –fenómeno que ha pretendido identificarse con una incierta transición democrática
– no exime a ninguno de sus integrantes del cumplimiento de las leyes castrenses y civiles.
En el fondo, lo que se evidencia en la respuesta que el gobierno calderonista dio a la CIDH, por boca de Gómez Mont, parece ser la determinación de mantener, contra viento y marea, y a contrapelo de leyes y principios éticos y humanitarios, la protección a los responsables de crímenes cometidos desde el poder público en décadas anteriores, en el marco de campañas represivas que se caracterizaron por las indignantes y masivas violaciones a los derechos humanos de combatientes de grupos armados, pero también de opositores pacíficos, sindicalistas, estudiantes, activistas sociales, intelectuales y académicos, e incluso de ciudadanos que no tenían filiación ni militancia política.
Ese designio de encubrimiento, negado en el discurso oficial, resulta inocultable si se revisa la práctica inexistencia de consecuencias penales con que se han saldado averiguaciones y procesos relacionados con la barbarie represiva en la que incurrieron los gobernantes desde el régimen diazordacista hasta la administración que encabezó José López Portillo, o, para referirse a tiempos más recientes, con la ausencia de investigaciones en torno a los asesinatos de cientos de militantes perredistas durante el salinato, las masacres rurales –en Guerrero y Chiapas, principalmente– durante el gobierno de Ernesto Zedillo y los graves atropellos policiales en tiempos de Vicente Fox contra los obreros de Sicartsa, los comuneros de San Salvador Atenco y los activistas de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO). Se confirma así que la impunidad de los represores sigue siendo uno de los hilos de continuidad que recorren los sexenios, independientemente de los colores y de las siglas partidistas de quienes los encabezan.