HIBRIDEZ, MODERNIDAD Ángel G. Quintero Rivera** DURANTE LOS AÑOS 1950 a 1959, Puerto Rico experimentaba las tasas de crecimiento económico más elevadas de Latino américa. Su acelerado progreso se asociaba a un programa de industrialización dirigido a transformar una economía colonial de plantación (monoproducción agraria) en una economía dinamizada por la diversidad manufacturera, aprovechando la emergente hegemonía industrial mundial estadunidense de la posguerra y su necesidad de exportación de capitales. Este programa de industrialización se asociaba en Puerto Rico, a su vez, a un movimiento político populista de corte reformista liderado por sectores medios profesionales, que presentaba al latifundio agrario (que en el Caribe era, además, en proporción considerable, de dominio ausentista) como el epítome del atraso y el gran enemigo del “pueblo” y sus aspiraciones de justicia social; con paralelos evidentes, en muchos sentidos, con otros populismos latinoamericanos de la época. Inicialmente, tal como esos otros populismos, la propuesta justicialista modernizadora puertorriqueña intentó una política de transformación industrial nacionalista basada en las fuerzas productivas internas. Pero reconociendo la naturaleza históricamente “abierta” de las economías caribeñas, y aprovechando la coyuntura económica internacional de la posguerra, fueron reconceptualizándose sus premisas ideológicas iniciales para incorporar un tipo de inversión externa a su programa transformador, una inversión no extractiva, agraria, financiera ni monopólica, sino industrial y diversificada. Lo que vino prontamente a conocerse como “el modelo puertorriqueño de industrialización por invitación”, apoyado por numerosos indicadores de progreso estadísticamente verificables, incrementos en la producción y en los llamados “estándares de vida”, se constituyó en los años 50 en la utopía modernizadora para la mayoría de los países del Caribe y para otros tantos en América Latina, cuyos programas de industrialización nacional para la sustitución de importaciones no habían arrojado los resultados esperados. Pero este programa de cambio social de intención modernizante, inicialmente generado desde un movimiento populista en una colonia subdesarrollada como eje de su política justicialista y de descolonización –es decir, en ruptura con el modelo históricamente “clásico” de la explotación colonial en el Caribe, y más ampliamente en las regiones “tropicales”, basado en la economía de plantación– fue apropiado ideológicamente –como modelo a seguir, como “vía de desarrollo” para otros países– por las “ciencias del desarrollo” de la antigua “potencia” colonial, la misma que ahora se presentaba como “aliada para el progreso” en su nuevo rol de exportadora de capitales industriales que su dinámica económica requería […] EL VIGOR HÍBRIDO Y EL DESARROLLISMO El modelo puertorriqueño de modernización “asociada” –económica, política e intelectualmente– a Estados Unidos, a la inversión trasnacional del capital industrial y a la racionalidad burocrática fue cuestionado, a finales de la década, por el modelo alterno de desarrollo endógeno antimperialista simbolizado por la política y economía de la Revolución Cubana de 1959. La consigna “¡Patria o muerte, venceremos!” manifestaba dramáticamente un agudo nacionalismo en dicho intento de implementar un modelo alternativo, y resultaba altamente seductora para sociedades que en aquel entonces atravesaban luchas de descolonización política, como la constitución de los nuevos Estados-naciones en Asia, África y el Caribe, proceso que marcó la política internacional de los años 50 y de la década siguiente. La exportación del “modelo puertorriqueño”, además de la propaganda de sus logros, comenzó a requerir también, frente a dicho modelo alterno, nuevas bases justificadoras a nivel ideológico-cultural. En este contexto, justamente a finales de la década, el planificador económico Richard L. Meier circuló un ensayo titulado Vigor híbrido en aculturación: la transformación puertorriqueña, a cuya crítica habría de dedicarse el artículo más destacado del primer número publicado en la década de los 60 de la Revista de Ciencias Sociales, significativamente titulado “La transformación ilusoria de Puerto Rico” (Morse, 1960; énfasis propio). Como muchos otros jóvenes académicos progresistas que habrían de alcanzar notoriedad en las ciencias sociales (José Medina Echeverría, C. Wright Mills, Sidney Mintz, John Murra y Eric Wolf, entre otras), Meier fue curtiéndose en la investigación social en el “laboratorio” que representaba la experiencia desarrollista puertorriqueña. Había dirigido, conjuntamente con Harvey S. Perloff, desde el Centro de Investigaciones Sociales de la Universidad de Puerto Rico (UPR), un amplio proyecto de investigación junto con 10 advanced graduate students estadunidenses) para aquilatar las posibilidades de un futuro industrial para el país, que daba continuidad al libro más importante sobre la economía del país que Perloff había publicado poco tiempo antes con el apoyo y el aval de los líderes y cuadros técnicos locales del movimiento populista modernizador (Perloff, 1950). Poco después, Meier publicaba, también con el aval institucional de la Junta de Planificación del gobierno “insular” (encargada a su vez de los programas internacionalistas del Punto Cuarto), un estudio que incorporaba los “requisitos sociales” al análisis de proyectos para “una sociedad industrial estable” en países que pronto comenzarían a ser denominados como “en vías de desarrollo” en lugar de “subdesarrollados”, manifestando el “carácter irremediable” de la línea progresiva del tiempo (Meier, 1952). Ambas investigaciones fueron ampliamente influyentes en la conformación del “modelo puertorriqueño”, de cuyo laboratorio, precisamente, se nutrían. Vigor híbrido en aculturación: la transformación puertorriqueña aparentemente nunca apareció impreso en forma “definitiva”, aunque las problemáticas del laboratorio puertorriqueño indirectamente subyacen en muchos de los libros que Meier publicó, varios considerados contribuciones importantes a la literatura sobre el “desarrollo”: Science and economic development: new patterns of living (1956), A communication theory of urban growth (1962), Developmental planning (1965) Planning for an urban world (1975), entre otros. Es interesante que, como lo hiciera García Canclini décadas despúes, Vigor híbrido en aculturación… enfatizara a finales de los años 50 los aspectos positivos de los procesos de hibridación, como crítica subyacente implícita al considerado limitante nacionalismo entonces imperante en muchos de los países “en vías de desarrollo”, sin considerar otros aspectos –más bien negativos– que la genética, de donde se tomaba el término, planteaba como fundamentales para su análisis, sobre todo, el concepto de infertilidad. A este respecto, es posible citar numerosos ejemplos, tal como la ya entonces proliferante investigación botánica para aumentar la productividad agrícola, más conocida a escala popular por sus resultados en la zoología, y en particular por el caso “clásico” de la mula, en que el “vigor” derivado del entrecruce de caballo y burro resultaba problemático por la infertilidad del híbrido resultante. El híbrido era incapaz de autorreproducirse, de generar autónomamente su continuidad histórica. Sólo continuarían existiendo híbridos, en un ininterrumpido proceso de hibridación mientras continuaran entrecruzándose las especies-madre (sólo continuarían existiendo mulas mientras continuaran cruzándose caballos con burros). Y es que diferentes análisis desde diversos contextos consideraban el milagro puertorriqueño como una labor de transformación “titánica”. En 1955, por ejemplo, el presidente de Costa Rica, José Figueres, señalaba: “Todo el heroísmo de que es capaz el ser humano lo están empleando [los puertorriqueños]. Puerto Rico es hoy una oportunidad histórica sin precedentes. Es el principio de la integridad americana” (Archivo General de Puerto Rico Tarea 65-70, citado por Rosario Urrutia, 1993: 177) […] DEL PUENTE ENTRE CULTURAS A LA HIBRIDEZ El mismo año en que The Annals dedicaba número monográfico al “desarrollo” puertorriqueño, uno de los principales cuadros técnicos del desarrollismo populista, el presidente de la Junta de Planificación, organismo encargado del programa del Punto Cuarto, Rafael Picó, primer presidente, a su vez, de la Sociedad Interamericana de Plani - ficación (SIAP), planteaba que “su posición geográfica, cultura y bilingüismo hacen de la Isla [Puerto Rico] un enlace natural entre las Américas” (Junta de Planificación del Gobierno de Puerto Rico, 1954: 35; énfasis propio). Al año siguiente, el mismo líder máximo del populismo y su gobierno, el gobernador Luis Muñoz Marín, se expresaba en términos equivalentes: “Puerto Rico está en la frontera marina entre Norte y Sur América, en la frontera del idioma y la cultura de las dos grandes civilizaciones de las Américas […] y se ha desarrollado aquí una libre y amistosa relación entre las dos culturas del Nuevo Mundo” (citado por Santana Rabell, 1984: 1999). Esa idea de Puerto Rico como puente entre dos culturas diferenciadas –incluso iconografiado como tal en las solapas internas de Transformation: the story of modern Puerto Rico, de Parker Hanson (1955) – es analíticamente diferente a lo argumentado a finales de la década por Meier, y adelantado por uno de los editores de The Annals con el concepto de mixed culture o fusion of culture (mixtura de cultura o fusión de cultura) (Hansen, 1953: 115 y 113). Los editores organizaron dicho número monográfico en cuatro secciones, una de las cuales titularon “Fusion of cultures” (Fusión de culturas), respondiendo a la tesis del ensayo de Hansen. Sin embargo, los otros dos autores invitados a contribuir en esa edición especial para evitar celebrar el “desa - rrollo puertorriqueño” postularon tesis divergentes. La única vez que aparece la palabra “hibridez” (hybridism) en todo el número monográfico (según el examen minucioso realizado por este servidor) es en la contribución del inmigrante español Francisco Ayala a esta sección de la obra, cuando introduce su ensayo como una crítica a la visión de que “Puerto Rico representa un campo de hibridismo cultural” (Ayala, 1953: 104). Podemos deducir, por su crítica explícita, que ya estaba barajándose y popularizándose el concepto, al menos a nivel oral, por lo cual este autor sintió la necesidad de rebatirlo. Para Ayala, aclarando que entendía que toda cultura era dinámica y cambiante, Puerto Rico “había mantenido intacto el núcleo de la tradición cultural hispánica” y su ejemplaridad consistía en enriquecer dicha tradición incorporando a sus procesos de “desarrollo” prácticas elaboradas en la cultura anglosajona a nivel básicamente instrumental (como si las prácticas y los valores pudieran distinguirse tan nítidamente). De aquí, las lecciones de su modernización para América Latina, y su capacidad para tender puentes entre ésta y los métodos modernizadores del pragmatismo estadunidense. En un artículo posterior a “The transformation of the Spanish heritage”, de Ayala, pero anterior a Vigor híbrido en aculturación: la transformación puertorriqueña, de Meier, Ayala intentó fortalecer subrepticiamente su defensa del hispano puente desarrollista puertorriqueño mediante de la reseña comparativa de dos libros antropológicos que invitaban a repensar problemáticas de la modernidad. Es significativo que escogiera a la Revista de Ciencias Sociales, que estaba recién comenzando su segundo año, como plataforma desde donde discutir la “Antropología del vecino”, como tituló su artículo-reseña del tal vez más importante libro de J.A. Pitt-Rivers, The people of the Sierra (1954), sobre un pueblo español “tradicional”, y un libro de Seeley, Sim y Loosley titulado Crestwood Heights: a study of culture of suburban life (1956) sobre “el punto de evolución más avanzado de la ‘gran sociedad’ occidental” en Estados Unidos (Ayala, 1958: 208). Escrito en y desde Puerto Rico, aunque sin mencionar directamente su problemática cultural, “Antropología del vecino” enfrentaba dos estudios sobre lo que Meier conceptualizaría como “las especies-madre” de la supuesta hibridez puertorriqueña, recalcando su compleja historicidad y sus enormes limitaciones. Frente a ambas, la modernización puertorriqueña resultaría ejemplar y con fundamentos muy sólidos para su auto-reproducción positiva. Escapado del franquismo, Ayala no podía menos que rechazar el “tradicionalismo” español que aquella dictadura representaba y estimulaba, aunque no renegaba de valores relacionales que consideraba centrales a lo hispano, y que, aun con su postura modernizante, lo ayudaban a percibir las limitaciones, en cierta medida “arcaicas”, del desarrollismo estadunidense. Ayala, quien a finales de los años 40 había sido invitado por el rector de la UPR a dirigir el curso básico en ciencias sociales, obligatorio para todo estudiante universitario, era un intelectual a medio camino entre la sociología deductiva de carácter más bien filosófico tipo Hostos (Quintero, 1988) y las ciencias sociales “profesionalizadas”, inductivas, basadas en la investigación y el método científico de indagación y análisis, como evidencia su Tratado de Sociología en tres tomos publicado en 1947 en Buenos Aires. Con la emergencia de esta última tendencia en el desarrollismo puertorriqueño, Ayala fue quedando un tanto al margen de la actividad sociológica –fue transferido, en promoción, a dirigir la editorial de la UPR– y se destacó en sus últimos años más bien como escritor. Tuvo una última participación en la Revista de Ciencias Sociales (Ayala, 1963), reseñando una enciclopedia alemana de sociología. Allí, básicamente criticaba las referencias de dicha enciclopedia a autores españoles, alerta contra el modelo angloamericano de “ciencia empírica” frente a las posibilidades de desarrollo de una sociología latinoamericana, y defendía el concepto de crisis y la incorporación de la historia a las ciencias que este conlleva. Nuevamente se negaba, con argumentos convincentes, a aceptar lo anglo como epítome de la modernidad. El segundo invitado a contribuir en la sección relativa a la problemática cultural del número especial de The Annals fue el antropólogo estadunidense Julian Steward, especialista en la etnografía de las culturas amerindias, quien había justamente dirigido, en el laboratorio puertorriqueño, una de las más minuciosas y abarcadoras investigaciones realizadas hasta ese momento sobre el cambio cultural de una sociedad en proceso de modernización, junto con un grupo de estudiantes doctorales, algunos de los cuales alcanzarían luego alta notoriedad en la antropología, como Sidney Mintz y Eric Wolf. La contribución de Steward a The Annals adelantaba las conclusiones principales de esa investigación, que tardaría tres años más en publicarse (Steward et al., 1956) y que sería entonces inmediatamente reseñada (Gilin, 1957), aunque realmente poco discutida, en la Revista de Ciencias Sociales. Enmarcada en la escuela de la “ecología social”, y exhibiendo algunas influencias del marxismo, esta investigación postulaba una visión que tal vez hoy sería considerada “posmoderna”: la cultura no podía entenderse como un conglomerado homogéneo de valores y prácticas, sino como un entrecruce de heterogeneidades, de subculturas basadas en los tipos de relaciones sociales generadas por distintos ambientes de producción económica. El ensayo, así como posteriormente el libro, enfatizaba las diferencias culturales entre las comunidades de pequeños agricultores independientes del tabaco y los frutos de subsistencia, y la hacienda cafetalera tradicional, la plantación cañera capitalista, la plantación cañera nacionalizada y los comerciantes de los barrios “altos” de la ciudad capital. Sólo estos últimos –the upper classes (las clases altas)– se “distinguían por su extremada americanización” y para nada representaban –como asumían los emergentes development studies– un polo modernizador; al contrario, el estudio encontraba que representaban posiciones reaccionarias al cambio, la modernización democrática y el desarrollo. Por otro lado, aquello que los development studies denominaban como la “cultura tradicional” (el polo hispano en la tesis de la hibridez) estaba, en realidad, circunscrito a los remanentes del dominio hacendado, cuyo proceso de desintegración había comenzado muchas décadas antes del proyecto populista modernizador. Por su enfoque de “ecología social”, Steward y sus colaboradores examinaban las clases sociales sólo en su ámbito comunal geográfico, dejando fuera las relaciones de clase al nivel societal más amplio que representaban el país y las instituciones “insulares” (por no llamarlas aún nacionales). Su enfoque no les permitía examinar otros sectores o clases constituidas en términos de esos procesos más amplios, como el sector profesional y/o los servidores públicos, foco principal de los proyectos modernizadores, y aquilatar en estos el supuesto “encuentro, choque o fusión” de culturas. Aunque en The people of Puerto Rico: a study in social anthropology admiten que existe una fuerte tendencia entre todos los puertorriqueños a sentir que comparten la misma suerte (Steward et al., 1956: 499), su tipo de análisis llevaría a concluir que “Puerto Rico no tenía unidad, [que era] meramente una colección de subculturas”, como bien señalaba la reseña de la Revista de Ciencias Sociales (Gilin, 1957: 347). Dos años antes, el autor de la reseña, otro antropólogo estadunidense, se había involucrado en la problemática de la identidad cultural, desarrollando un acercamiento macro –diametralmente distinto a la investigación microfocalizada de Steward y sus colaboradores– que intentaba caracterizar la cultura latinoamericana como un todo (Gilin, 1955). Sin embargo, este acercamiento reconocía el valor de la investigación minuciosa y consideraba a la obra como “un sobresaliente estudio inicial sobre las realidades vitales de un área cultural compleja y moderna” (Gilin, 1957; énfasis propio). La reseña concluía que “actualmente el problema más urgente es elucidar las interrelaciones funcionales entre las subculturas, que producen ese grado mínimo de integración total en el sistema que caracteriza a las sociedades-estados modernos” (Gilin, 1957: 348). Pero, ¿qué tal si “ese grado mínimo de integración” no existiera? ¿Cómo definir lo que constituiría un mínimo? ¿No estaría asumiendo Gilin como “realidad” precisamente aquello que Steward y sus colaboradores se habían propuesto problematizar? El debate sobre si Puerto Rico era un país que podía tender puentes entre culturas (como señalaba el líder máximo del desarrollismo populista); un mero puente ya integrado –como su economía y su institucionalidad política– a la dinámica nacional del melting pot estadunidense (tal como los nombramientos de Morales Carrión como subsecretario de Estado de Estados Unidos o de Moscoso para representar a ese país en su Alianza para el Progreso implicaban); un mero puente por su falta de definición cultural ante la ausencia de aquellos “mínimos” integradores –más explícitamente en aquella secuela de Steward et al. que representó la encomienda a Sidney Mintz del US-PR Commission on the Status of PR (Mintz, 1966)–; o un puente precisamente por su mezcolanza cultural (el concepto de fusión de culturas –fusion of cultures– de Hansen), continuaría subrepticiamente subyaciendo los debates académicos del laboratorio sobre la identidad. Intentando combinar el primero y el último (es decir, las posiciones del puertorriqueño Muñoz y del estadunidense Hansen), el especialista en planificación para el desarrollo de las áreas todavía subdesarrolladas, Richard L. Meier, intentaría argumentar una quinta posición: Puerto Rico se constituía en un ejemplo para dichas áreas como país dinamizado por su vigor híbrido y por la transformación permanente que sus procesos de hibridación conllevaban. “LA TRANSFORMACIÓN ILUSORIA” El Centro de Investigaciones Sociales de la UPR fue la principal instancia institucional del laboratorio puertorriqueño en la consolidación del modelo de industrialización por invitación. Aunque falta mucho por historiar, no cabe duda de que la impugnación y la amenaza a la hegemonía caribeña de Puerto Rico y su modelo modernizador que la alternativa antimperialista de la Revolución Cubana representaba, fue factor de importancia en la creación de una nueva instancia universitaria con miras caribeñas más explícitas, así como en el desarrollo de un campo académico que vendría a conocerse como “Estudios del Caribe”. Precisamente, en noviembre de 1959 la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos (OEA, de la cual se excluía a Cuba) y la UPR firmaron un acuerdo de cooperación “para el desarrollo de un programa de estudios superiores de ciencias sociales en la región del Caribe”, que la Revista de Ciencias Sociales reprodujo (OEA, 1960) a modo de “introducción” a un número especial sobre el Caribe que la revista había encomendado al recién constituido Instituto de Estudios del Caribe para que sirviera como “su presentación” ante la comunidad académica. Para dirigir el nuevo Instituto de Estudios del Caribe, la UPR “importó” al historiador estadunidense Richard M. Morse, escritor de artículos para la revista Esquire y descendiente de las más “distinguidas” familias del noreste de Estados Unidos, cuya genealogía podía trazarse hasta los founding fathers (padres fundadores) de las 13 colonias originales. Sin embargo, reafirmando la “autonomía relativa” de campos como el académico-intelectual, podemos testimoniar hoy que Morse imprimió al instituto desde sus comienzos un carácter nada apologético del –entonces impulsado por la política exterior de su país– “modelo puertorriqueño” y sus development studies. Caracterizado al momento de su muerte, muchos años después (2001), por el intelectual brasileño Carlo Guilherme Mota como “un conservador de vanguardia” y un “americano intranquilo” (Hoetink, 2002: 11 y 15), Morse “hamaqueó” a la comunidad intelectual de un Puerto Rico en plena euforia celebratoria de sus logros modernizantes, tanto con sus escritos como con sus prácticas cotidianas de intercambio. Se había casado con una bailarina haitiana, negra, discípula de Martha Graham, quien se daría a conocer en la bohemia sanjuanera por sus presentaciones (de baile y canto) en lugares como El ocho puertas con acompañamiento de un pianista (y académico) procedente de Curazao y un virtuoso tamborero de su país natal. En una época todavía marcada por discriminaciones de raza y género, tanto en Puerto Rico como en sus nombramientos académicos posteriores, Morse exigió siempre posibilidades para la expresión artística de Emerante de Pradines (Krauze, 1995: 96), quien quedaría inmortalizada en las artes plásticas puertorriqueñas en el célebre óleo de Francisco Rodón conocido como Negrita con sombrilla, hoy parte de la colección del Museo de Ponce, el principal del país. Fue Morse quien primero discutió directamente las tesis de Vigor híbrido en aculturación: la transformación puertorriqueña en un artículo de la Revista de Ciencias Sociales que, como provocación al clima intelectual celebratorio, tituló “La transformación ilusoria de Puerto Rico” (Morse, 1960). Sólo tres años antes, en el tercer número del primer año de la revista, uno de los académicos estadunidense invitados al Centro de Investigaciones Sociales, Thomas Cochran, […] identificaba, como Meier, en los propios procesos económicos base de la “transformación modernizante”, las dos “especies-madre” de la disyuntiva cultural puertorriqueña como “las características de orígenes españoles y los rasgos culturales norteamericanos”. Morse explícitamente señalaba que no dedicaría su artículo a las problemáticas conceptuales de la analogía biológica de la hibridez, sino a cuestionar a través de la historia la supuesta dicotomía de dichas “especies-madre”. Examinaba cómo la historia puertorriqueña exhibía procederes culturales marcadamente distintos (en ocasiones, incluso opuestos) a “las características más señaladas de la vida española” (Morse, 1960: 361), tales como su cultura urbana dominante, su ceremonial burocrático, su sentido penetrante de jerarquías, la prepotencia de la Iglesia y, añadiría yo, la estimación del sufrimiento como forjador de carácter de su religiosidad. Con fina ironía respecto de la analogía biológica, Morse afirmaba que la cultura hispánica en la historia puertorriqueña no podía caracterizarse como “tronco” de su cultura “tradicional”; “era más una enredadera que un árbol, contextura y no estructura” (Morse, 1960: 364), por lo que resultaba desvirtuante concebir el Puerto Rico colonial como “una esquina tropical de la vieja Castilla” (Morse, 1960: 366). En lugar de visualizar a la sociedad puertorriqueña como resultado de entrecruces de procesos foráneos, Morse postuló la importancia del estudio de su trayectoria; “cobran importancia entonces el tiempo, el lugar y la lógica interna de instituciones particulares y actitudes culturales” (Morse, 1960), lo que no invalidaba el hecho de que su trayectoria respondiera, en considerable medida, a la constante violencia sufrida desde las principales potencias del mundo. Por otro lado, la segunda “especie-madre”, la cultura estadunidense, tampoco podía representarse como “unitaria” según Morse, y era necesario examinar con más cautela cuáles de sus elementos podrían haberse “hibridizado” en Puerto Rico. Por ejemplo, las inhibiciones emocionales de numerosos estudios sobre “relaciones de género” –en aquel momento denominados “patrones de noviazgo, fecundidad y familia” resumidos en la Revista de Ciencias Sociales– podrían nutrir más que un ethos de racionalidad, como presentaban los development studies, patrones esquizofrénicos sólo “canalizables” por un tipo de religiosidad, como encontraron varios estudiosos del espiritismo, cuyos primeros hallazgos Morse mencionaba, y que aparecieron publicados luego en la revista. Las investigaciones de sociología histórica en Puerto Rico estaban entonces en pañales, y numerosas hipótesis y argumentos de Morse en dicho artículo han sido invalidados o cuestionados por estudios posteriores. No obstante, queda incólume su crítica a la interpretación del desarrollismo como una “superación” por valores estadunidenses de valores tradicionalistas hispánicos en un supuesto choque cultural entre ambos hemisferios americanos. Morse concluía que la ejemplaridad puertorriqueña, más que en aquella supuesta hibridación de las culturas enfrentadas, se encontraba en patrones relacionales absolutamente ajenos a la hibridación y a sus especies-madres: “Sus rasgos subyacentes de cordialidad, generosidad, buen humor y tolerancia –aunque no sean de los que hacen imperios o producen Shakespeares– son cualidades que necesitan enormemente sus contrapartidas en la comunidad mundial” (Morse, 1960: 375). A pesar de los agudos señalamientos de Morse, la primera década de la Revista de Ciencias Sociales está poblada de artículos que retoman la división dicotómica entre lo estadunidense y lo hispano en el análisis de la modernización desarrollista del “modelo puertorriqueño”. La obsesión por el “encuentro, choque o hibridez” cultural habrá de subsistir en las investigaciones, sobre todo en aquellas sobre las relaciones de género, las relaciones “raciales” y los patrones de religiosidad. Por otro lado, resulta significativo que Morse, al agrupar en un libro dedicado a Emerante diversos escritos sobre “cultura e ideología en las Américas”, 30 años después de su “transformación ilusoria”, decidiera titular la sección sobre Puerto Rico (que incorpora, de hecho, su ensayo discutido) como “Puerto Rico: eternal crossroads” (“Puerto Rico: una eterna encrucijada”) (Morse, 1989: 201-225). ¿No habría Puerto Rico, después de todo, perpetuado los procesos de hibridación en su propia dinámica identitaria? ¿No continuaría residiendo su ejemplaridad para América Latina y el mundo periférico –ahora, por las migraciones, presente en los mismos centros metropolitanos– en las lecciones de su indefinición, de su perenne apertura a la incorporación diversa –cordial, generosa, tolerante–, en su ininterrumpida sucesión de encrucijadas? BIBLIOGRAFÍA Ayala, Francisco 1953, “The transformation of the Spanish heritage”, en Hansen, Millard y Wells, Henry (eds.) 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