n México perdonamos todo menos el éxito. Por eso el crimen de 47 niños muertos por la corrupción de camarillas políticas y sus familiares sigue impune; por eso candidatos a puestos de elección popular ligados al narco, según sus propios dichos, conti-núan su onerosísima carrera política; por eso funcionarios vinculados a redes de pederastas se mantienen en el puesto y la economía del país naufraga mientras sus timoneles dirigen su hundimiento desde lanchas rápidas y con chalecos salvavidas. Lo dicho: en México perdonamos todo, menos el éxito.
Acostumbrado un poco a este país del absurdo cotidiano, no dejó de sorprenderme que dos días después de que le otorgaron a la Universidad Nacional Autónoma de México el Premio Príncipe de Asturias por su excelencia, autoridades de las secretarías de Hacienda y de Educación Pública le hicieron una petición realmente estrambótica al rector José Narro: que se apretara el cinturón, que redujera los gastos de la UNAM, pues para los tecnócratas que se han apoderado de puestos claves del gobierno la educación superior pública no es inversión sino gasto. Entender este despapucho es realmente fácil: en México el que gana pierde al son de la marcha de los cangrejos. ¿El gabinete del presidente Obama habría hecho lo mismo si el premio se lo hubieran otorgado a una universidad pública de Estados Unidos, o la canciller Angela Merkel si el galardón hubiera recaído en la Universidad Libre de Berlín? ¿Qué hubieran hecho los gobiernos de Brasil, Japón, la India, Corea del Sur?
Desde hace tiempo existe una campaña de los sectores más conservadores del país en contra de la educación superior de carácter público. Para ellos educación pública es igual a educación pobre, como ha observado con agudeza Carlos Monsiváis. El Premio Príncipe de Asturias, en cuyo jurado participaron representantes de universidades privadas, vino a refrendar lo que académicos y científicos de todo el mundo conocen desde hace tiempo: que la UNAM se encuentra entre las cien mejores del mundo y que es la mejor de Iberoamérica.
Hace unos días el doctor José Narro y el embajador de España en nuestro país, Carmelo Angulo, destacaron en el programa televisivo Sobremesa que la excelencia educativa de la UNAM es producto del trabajo emprendido por sus más de 3 mil investigadores, por sus 34 mil maestros, por sus 300 mil alumnos, pero también por algunos valores claves de la institución. Valores como la autonomía, la diversidad y la libertad. Valores indispensables para el pensamiento científico y para la democracia.
¿Los afanes privatizadores de la educación pública seguirán teniendo oídos sordos a lo que la comunidad internacional proclama? ¿El sueño de buena parte de los tecnócratas que gobiernan será subrogar las universidades públicas en el futuro? ¿La apocalíptica guardería de Hermosillo será su modelo? Esas universidades patito que imaginan, ¿formarán hombres de negocios como Carlos Slim, científicos como Mario Molina y Bolívar Zapata, humanistas como Alfonso García Robles o escritores como Octavio Paz, Alfonso Reyes, Miguel León-Portilla, Fernando del Paso, Carlos Monsiváis o José Emilio Pacheco? ¿Sus aulas tendrán techos de plástico como la guardería de Hermosillo para optimizar recursos? ¿Carecerán de salidas de emergencia como forma de adoptar voluntariamente medidas de austeridad?
Al principio de estas notas decía que en México se perdona todo, la infidelidad, la transa, el crimen, menos el éxito. Cuando en 1990 le dieron el Premio Nobel de Literatura a Octavio Paz, una jauría babeante sentenció que el reconocimiento se lo habían dado por sus servicios a la CIA, la Casa Blanca o por el lobby que le hizo Televisa.
Parece que ahora no le perdonan a la UNAM el premio Príncipe de Asturias y la castigan pretendiendo duplicar sus programas de extensión educativa o pidiéndole amablemente que recorte sus gastos.