Opinión
Ver día anteriorJueves 18 de junio de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El desierto de Atacama
F

ui a Santiago y a Valparaíso en Chile con el objeto de dar conferencias en diversas universidades. Visité antes el desierto de Atacama, cuya legendaria belleza se matiza diciendo que es el lugar más árido del mundo. Lo rodean cuatro cordilleras, los Andes, Domeyco, la Sal, la Costanera; hay dunas, ríos delgaditos, géisers situados a 4 mil 700 metros de altura, volcanes en actividad y también varios en extinción. Las montañas son bellas, las iglesias sencillas, blancas y de piedra, sus techos de una yerba que abunda en el campo, muy amarilla, zacatuda y despeinada.

Estuve primero en un sitio arqueológico casi ilusorio, cercano a San Pedro de Atacama y llamado Túlor: algunas piedrecitas sobre la arena marcan el contorno de posibles edificios (¿cultura tihuanaco?): una fortaleza excavada en las rocas y las teorías de su origen son tan peregrinas como las de la arqueología en general; ¿acaso no decía Borges que la metafísica era una rama de la literatura fantástica? Y si cambiamos la palabra metafísica por la de arqueología coincidiríamos con él.

El pueblo es blanco con callecitas rectas y casas de adobe; cerca, varios valles, el de la Luna y el de la Muerte, con arena y sal parecida al arsénico (o eso me parece); caminé por las dunas un largo rato y, como debe ser en un lugar con ese nombre, el paisaje es lunar.

Subimos al atardecer un arenal empinado donde obviamente se me hundían los pies y los zapatos se me llenaban de arena: la subida fue homérica, al menos para mí, aunque creo que también para los demás turistas que llegaron a la cima con la lengua de fuera y el corazón hecho pedazos; opté por quedarme cerca de la cumbre y desde allí contemplar el atardecer  pintando de colores maravillosos los volcanes –hay como 128, de los cuales alrededor de 26 siguen vivos–; el espectáculo me recordó otro de mis viajes, el de Australia, cuando visité en el centro de la isla la enorme montaña conocida como Ayers Rock.

El volcán más bello y emblemático se nombra Licán Cabur, de un lado pertenece a Bolivia y del otro a Chile, como el Aconcagua, situado a medias en Argentina y a medias en Chile.

La zona es fronteriza, lugar de narcotráfico y artesanías y con rencores vigentes: alguna vez esas parajes pertenecieron a Bolivia y a Perú, dato evidente, subrayado por los nombres de los lugares, las artesanías y la apariencia de la gente.

Estuve luego en unas lagunas volcánicas; en la más grande hay flamencos de tres tipos que allí anidan y en la más pequeña taguas cornudas, aves en proceso de extinción. El guía es amable, melancólico y apasionado de la naturaleza; hubiese deseado ser biólogo, pero las universidades dejaron de ser realmente públicas después de Pinochet.

En el pueblo de Taconoa vi dos llamas, una grande y preñada, Macarena –tarda un año la gestación y paren un solo hijo–, otra más joven, Luna, con ojos brillantes, inmensos, animales domésticos que deambulan por el pueblo de  600 habitantes como los gallinas por los pueblos mexicanos. Hay un oasis en medio de un paisaje de dunas muy árido, con membrillos, algarrobos, higueras plateadas, perales, maíz, cactáceas, en medio de la nada, sólo un río pequeñito llamado Loa que alimenta a las plantas y su agua proviene del deshielo de las montañas.

Vi pasar un zorro corriendo por el desierto que parecía perro, estaba hambriento y creo que lo único que tenía de zorro era la hermosa cola, parecida a las pieles que con ese nombre usaban las mujeres en los años 30.

Mi guía se llama Harold y el chofer Freddy. Al día siguiente vamos a los géisers, situados a una altura mayor que la de La Paz o la del Cuzco; salimos a las cuatro de la madrugada, hace 17 grados bajo cero y los chorros de agua se levantan como humaredas a una temperatura de 80 o 90 grados sobre cero. Al lado, una piscina de aguas termales cuya temperatura es de 30 grados sobre cero y donde los turistas se bañan.

Regresé a San Pedro tan vivita y coleando como el zorro del desierto y eso a mi tercera edad.