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Brasil Monsanto arrebata la producción de etanol
Camila Moreno Brasil es mundialmente considerado un caso ejemplar y “camino hacia delante” cuando se habla del éxito de los agrocombustibles. Lástima que los gobiernos que afirman eso para promover en sus países el modelo brasileño insistan en desconocer el alto costo social y ambiental del modelo de etanol de caña. En Brasil, hace más de 30 años utilizamos regularmente el etanol de caña de azúcar como combustible, tanto puro como aditivo en proporción de 25 por ciento mezclado en toda la gasolina comercializada en el país. Además las exportaciones de etanol del país son las mayores del mundo y crecen año con año –sumaron 5.16 mil millones de litros en 2008, 47 por ciento más que los 3.5 mil millones de 2007–; este comercio lo operan empresas como Archer Daniels Midland (ADM) y Bunge, que se disputan el control del mercado. El principal destino de exportación es Estados Unidos. También utilizamos el bagazo de caña (la biomasa que queda después de moler) para generar bioelectricidad y recientemente fue inaugurada una biorefinería pionera, que hace plástico de caña. Crece tanto la agroenergía que en 2008 la generada a partir caña de azúcar ya es la segunda fuente de energía más importante del país (representa 16 por ciento del total); está después del petróleo (que aporta 36,7 por ciento) y por encima de la hidroelectricidad (14,7 por ciento). Los movimientos y organizaciones sociales de Brasil se oponen a la idea de que se clasifique como “limpia” la energía generada por la caña, pues sus impactos sociales y ambientales son cada vez más devastadores. Al final, ¿cuál es el modelo que sustenta el gigantesco motor económico del etanol de caña Made in Brazil ? La caña es un cultivo estrella entre los agrocombustibles y en buena medida esto tiene que ver con que es el más avanzado en la transición a los llamados “biocombustibles de segunda generación”, el etanol celulósico. La caña sigue creciendo y ocupando las mejores tierras. Líder en los cultivos en expansión, avanzó 8.6 por ciento en superficie entre 2007 y 2008 para sumar casi siete millones de hectáreas. La producción es una agroindustria basada en grandes haciendas, siempre integradas a los grupos económicos poderosos. Con la estrategia de que el país permanezca como puntero en la exportación, se están creando cárteles, regiones de control de cada empresa o fondo de inversión ligado a un grupo de plantas industriales, cada una con áreas de 200 mil a 500 mil hectáreas. Es algo de escala industrial y cada vez más masivo para atender el mercado externo. Si es cierto que cuando hay humo, hay fuego, también donde hay caña, hay cañaverales... Y luego, transnacionales. Del lado del mercado de combustibles –en este caso, de etanol– la multinacional estadounidense Monsanto anunció en noviembre del año pasado que adicionó la caña de azúcar a su línea de negocios principales; señaló que: “junto con la soya, el sorgo y el algodón, la caña de azúcar es ahora una commodity global”; hoy la demanda por etanol de caña ha sobrepasado la producción. Este anuncio de Monsanto se dio luego de la compra, por 290 millones de dólares, de dos compañías de biotecnología hasta entonces brasileñas: CanaVialis, SA, de tecnología de semillas de caña de azúcar. que es la mayor empresa privada mundial en esa área , con contratos con 46 ingenios de Brasil que producen en un área de 1.1 millones de hectáreas, cerca de 20 por ciento del total del área nacional de caña, y Alellyx, SA, una compañía de genética aplicada que se dedica al desarrollo de variedades de caña de azúcar y de eucalipto transgénico. Las dos empresas tenían contrato con Monsanto desde 2007 para desarrollar caña transgénica RR, tolerante al herbicida Round up Ready de Monsanto. La empresa afirma que pretende utilizar la tecnología desarrollada por las empresas brasileñas, que se suman a sus conocimientos en el área, para colocar en el mercado mundial semillas de caña de azúcar de mayor productividad para 2016. Es grave que se exporte este modelo brasileño como algo especial, cuando no es otra cosa que más de lo mismo: agronegocio, monocultivo y trasnacionales. Lo que también preocupa es que el cultivo de los agrocombustibles constituye, como ya se ve con la caña, una nueva y gigantesca frontera para expansión de transgénicos, cuyos riesgos e impactos preocupan y generan rechazo cada vez más generalizado, y que erosionan más y más la soberanía sobre los recursos estratégicos. Existe información bien documentada y declaraciones públicas, además de investigaciones, videos y denuncias con los cuales los movimientos campesinos, organizaciones ambientalistas, grupos de derechos humanos, sindicatos, universidades e iglesias del país vienen en conjunto rechazando la imagen verde que Brasil vende al mundo sobre el etanol que produce. El etanol de Brasil es visto por la sociedad civil brasileña como símbolo de degradación ambiental : encarecimiento y especulación con la tierra causada por la expulsión de los campesinos de superficies agrícolas, contaminación de suelos y uso excesivo de agua, incremento en el uso de pesticidas, emisiones y humo con las quemas –lo que hace que en regiones de grandes áreas con plantaciones (como el estado de San Paulo) se presenten enfermedades respiratorias en la población en general además de afectar a los trabajadores. Desde el punto de vista social, del trabajo y del empleo, solamente 25 por ciento de la caña es cosechada mecánicamente, 75 por ciento del área de más de siete millones de hectáreas es cortada a mano, con un ejército de trabajadores jóvenes y migrantes sometidos a empleos precarios, muchas veces en condiciones degradantes y no es raro encontrar casos de trabajo esclavo o de peonaje por deuda. A partir de nuestra experiencia concreta de los impactos en nuestro territorio, en Brasil hemos discutido mucho, y lo seguimos haciendo entre las organizaciones y movimientos críticos, para definir con claridad las condiciones que deberían tener formas “alternativas” del uso de la biomasa. Creemos que sí es posible trabajar con agroenergía en pequeña escala y con la lógica de autoabastecimiento y para mercados locales, pero ese proceso debe estar inserto en un marco más profundo de debatir en conjunto otro modelo energético y de sociedad, con una drástica reestructuración de prioridades. Sin otra orientación, utilizar la agroenergía para abastecer este mismo modelo industrial agroexportador que sustenta esta sociedad moderna y consumista que ha generado el cambio climático, sólo nos puede llevar a que la medicina sea peor que la enfermedad. No podemos correr más riesgos. Hay que buscar soluciones reales, principalmente que sean a escala humana. Lamentablemente, la tendencia general es que se venda la energía limpia y “alternativa” más como un negocio, sin discutir sobre su producción y aplicación y dejando, sobretodo, que los actores corporativos usuales de la agricultura se sigan apropiando y logrando controlar desde su origen los procesos productivos, como hace ahora Monsanto con la agroenergía. Terra do Direitos Centroamérica ¿Agrocombustibles? No, gracias Alberto Alonso Fradejas Tras ríos de tinta vertidos en el debate sobre la sustitución de buena parte de los combustibles fósiles (derivados del petróleo o uso de carbón), consumidos en el Norte económico (especialmente), por combustibles de origen agrícola, pareciera que poco queda por añadir. El veredicto es claro en el caso de la producción de etanol a partir de granos básicos. Academia, movimientos campesinos, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), numerosos Estados del Sur (incluyendo a los mesoamericanos y a Brasil) e incluso el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, coinciden excepcionalmente en culpabilizar al etanol de maíz de ser un importante factor (aunque no el único) tras el incremento de los precios de los básicos, sin mayores aportes netos a la reducción de emisiones contaminantes. Para variar, no deja de sorprender, más por la necedad que por la falta de poderosas motivaciones, la excepción a este consenso discursivo anti agrocombustibles derivados de granos básicos, que genera la dizque progresista y “verde” administración Obama con su decisión de no sólo refrendar, sino incluso tratar de superar la meta de consumir 36 mil millones de galones de agrocombustibles en Estados Unidos para el año 2020, fijada a raíz del Decreto de Independencia Energética y de Seguridad (¿y la “lucha contra el cambio climático”?). Una meta que, al igual que las de la Unión Europea , pretenden alcanzarse usando lo propio y especialmente lo ajeno. Ahora bien, esta casi unánime oposición da un giro de 180 grados cuando se trata de cuestionar a los agrocombustibles derivados de cultivos que aparentemente ahorran más energía de la que consumen. Concretamente, por sus implicaciones en Mesoamérica, quiero referirme al etanol derivado de caña de azúcar y al diesel que puede obtenerse del aceite de palma africana. Una cuestión de insumos. El principal cuello de botella para la venta masiva de agrocombustibles no es de corte financiero o tecnológico, sino de disponibilidad de suficiente materia prima agrícola al menor costo posible. Una nueva demanda del mercado internacional, cuya rentable satisfacción motiva a capitales y Estados a expandir el latifundio cañero/palmero sobre la base de los renovados procesos de dominación territorial (pues además de tierra, estos monocultivos necesitan agua, y ocasional, pero previsible, disponibilidad de fuerza de trabajo) derivados del desplazamiento espacial y temporal que han emprendido en la región los agronegocios vinculados con la producción, transformación o distribución de cualquiera de los productos derivados de la caña y la palma Un desplazamiento que combina estrategias orientadas a desviar capitales hoy excedentarios hacia la exploración de usos futuros, con la adecuación de territorios rurales para la producción extensiva de caña y palma. Estrategias viabilizadas por las mismas configuraciones históricas de los Estados mesoamericanos y respaldadas por políticas de comunicación de masas y académicos al servicio del mejor postor, para facilitar la formación y circulación de capital ficticio (con valor monetario y existencia documental, pero sin respaldo material), el cual es ya un mecanismo tradicional para la acumulación en etapas del capitalismo donde predomina el capital financiero sobre el productivo. Se conforma, en definitiva, un discurso que identifica a estos monocultivos con la nueva panacea del desarrollo territorial rural en Mesoamérica, y que legitima la oferta pública totalizadora alrededor de la caña, la palma y sus derivados. Respaldo oficial que impacta fuertemente sobre los procesos y mecanismos de integración regional –por ejemplo, vía la Comisión Mesoamericana de Biocombustibles, promovida por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y liderada por Colombia y Guatemala en el Proyecto de Integración y Desarrollo de Mesoamérica (el conocido PPP), la Estrategia Energética Centroamericana 2020, la Política Agrícola Común Centroamericana o la epidemia de tratados de libre comercio que proliferan intra y extra regionalmente– y que además conlleva graves implicaciones sobre los derechos y las condiciones de vida de la población de los “territorios objetivo”. Al contrario de lo que promueve ese discurso hegemónico, y con base en nuestro trabajo en Guatemala (http://www.congcoop.org.gt/design/content-upload/canita.pdf), la caña y la palma generan hasta diez veces menos riqueza territorial que los cultivos campesinos y mucho menos empleo que éstos a escala territorial y nacional. Si a esto le sumamos los desplazamientos forzosos por los procesos de (re)concentración agraria, el acaparamiento de las fuentes de agua, la degradación del suelo por mayor uso de agroquímicos, la sustitución de cultivos alimentarios y/o la ampliación de la frontera agrícola que altera/destruye ecosistemas completos, la adecuación de las relaciones sociales de producción al régimen acumulador flexible de estos agronegocios y el ataque contra el tejido socio organizativo comunitario y los patrimonios colectivos territoriales, tendremos más que sobrados argumentos legitimadores de la oposición y resistencia manifiesta por mucha población indígena, mestiza, afrodescendiente y campesina que defiende los territorios rurales mesoamericanos como espacios apropiados colectivamente. Que no nos confundan, el debate entre agrocombustibles “buenos” y “malos” no es más que otra cortina de humo para desviar la atención de las consecuencias del nuevo ciclo de acumulación, despojo y dominio territorial en Mesoamérica. Responsable de Estudios del Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de la Coordinación de ONGs y Cooperativas de Guatemala (Idear-Congcoop)
Estados Unidos
Administración debutante ante los biocombustibles Rachel Smolker Es buena noticia que el nuevo presidente de Estados Unidos reconozca que el cambio climático es una preocupación real y seria, pero las “soluciones” de Obama dependen ominosamente de quemar comida y bosques como combustibles. Desde antes de que tomara posesión, Obama hablaba con entusiasmo de los beneficios del etanol de maíz. No haberlo hecho hubiese sido políticamente suicida, dada la importancia de las elecciones primarias de Iowa y dado que él es originario de Illinois, el estado del maíz. Después de la elección, Obama cambió el énfasis en consonancia con el despertar nacional a las desastrosas consecuencias de convertir millones de toneladas de maíz de cultivo intensivo en combustible para coches en vez de proveerlo como comida. Mientras ofrecía generosamente el dinero de los contribuyentes para rescatar la industria del etanol de maíz, Obama había puesto ya su atención en la nueva generación de combustibles de material vegetal “no comida”, esto es la celulosa, y se comprometió a una meta de 60 mil millones de galones de combustibles con base en este material para el año 2030 con todos los vehículos nuevos fabricados de uso flexible de combustible, los flex fuel. Estas son ambiciones muy altas para un combustible que aún no podemos fabricar, al menos no comercialmente. Pero el presidente del “¡Sí podemos!” está convencido de que con suficientes subsidios se logrará encontrar el santo grial de los combustibles de celulosa. Esto, desde luego, embelesa a la gran industria y a la maquinaria académica involucrada en tratar de producir combustibles de celulosa. Alrededor de 75 por ciento de las subvenciones federales para todas las energías renovables ha sido volcado en mayor investigación y desarrollo y se espera que algún día sea factible quemar, refinar o convertir de alguna forma árboles, maíz, pastos y casi cualquier materia vegetal en la energía que mantenga el actual crecimiento económico. Que el etanol de maíz o los combustibles de celulosa sean efectivos en reducir la emisión de gases de invernadero resulta secundario en una nación perfectamente consciente de sus enemigos y con una mayor preocupación en su independencia energética que en un colapso ecológico. La industria del etanol ha dado furiosamente la pelea para impedir que se le obligue a calcular el cambio indirecto en el uso del suelo sobre el balance de gases invernadero; declara que “es demasiado complicada la medición” y que “a otras industrias que usan el suelo no las han obligado a hacer estas evaluaciones”. Sin embargo, la EPA (Agencia de Protección al Ambiente) confirmó, en sus recientes directrices del estándar de combustibles renovables, esta exigencia; y California también exigió la inclusión del cambio indirecto en el uso del suelo en sus evaluaciones dentro de los nuevos Estándares de Combustibles Bajos en Carbón. Obama prometió un Estándar de Combustibles Bajos en Carbón, que muy seguramente estará basado en el de California, el cual exige que los combustibles para transporte bajen el total de emisiones de gases invernadero (huella de carbón) vía combustibles alternos y prácticas de refinación más eficientes (en el mismo sentido que la Unión Europea ha adoptado una Directiva Cualitativa de Combustibles). Pero los ambientalistas conscientes del serio efecto ecológico y social de los biocombustibles albergan pocas esperanzas de que una evaluación real de estas emisiones vaya finalmente a descalificar todos los biocombustibles. Obama prometió a sus ciudadanos que iba a proponer una legislación dura sobre el cambio climático, que incluiría un Estándar de Energía Renovable (estipulando objetivos para que una parte de la producción de energía sea de renovables, algo que varios estados ya han hecho). El borrador reciente de la legislación, conocida como Markey Waxman, incluye un estándar que, tal como está, da estímulos a la tala y quema de árboles (para producir electricidad) cortados tanto de tierras públicas como privadas, y a la quema de basura sólida municipal y de grandes cantidades de residuos agrícolas. Como tantas otras medidas políticas para reducir emisiones, los apoyos no están dirigidos a los paneles de energía solar ni a los generadores eólicos, sino a los biocombustibles (para el transporte), a la bioenergía (para generar electricidad) y a una “bioeconomía” entera (bioquímicos, bioplásticos, tintas, adhesivos, materiales de construcción y muchos más). Esta “gran visión” no empezó con Obama, sino con sus predecesores. Clinton, por ejemplo, aprobó en 1999 una orden ejecutiva para “Desarrollar y Promover Productos Biobasados y Bioenergía”. Esto fue seguido del Acta de Investigación y Desarrollo de la Biomasa , que incluyó apoyos para el etanol de maíz y mucho más, junto con el documento del Departamento de Energía de 2002 “Visión de la Biomasa ”. Los objetivos eran que en Estados Unidos un cinco por ciento de la calefacción y la energía eléctrica, 20 por ciento del combustible para transporte y 25 por ciento de la producción química se generaran con material biológico. David K. Graham, subsecretario de Energía, Ciencia y Medio Ambiente con George W Bush, puso las cartas sobre la mesa: “Muchos piensan en la biomasa sólo como fuente para productos de combustibles líquidos como el etanol y el biodiesel. Pero la biomasa también puede convertirse en una multitud de productos que usamos cotidianamente. De hecho, hay muy pocos productos hoy día que estén hechos a base de petróleo y que no puedan producirse de la biomasa, incluyendo pinturas, tintas, adhesivos, plásticos y otros de valor agregado”. El Departamento de Energía orgullosamente detalla la necesidad de “biorefinerías integradas” masivas que consuman millones de toneladas de materia vegetal del campo a su alrededor y las conviertan en electricidad, calor, combustibles líquidos para el transporte, plástico y mucho, mucho más. El entusiasmo con el que Obama hizo suya esta visión “bioeconómica” establecida antes de su tiempo se pone de manifiesto en los nombramientos de su gabinete: el secretario de Energía, Steven Chu, fue clave en el establecimiento del Energy Biosciences Institute (Instituto de Biociencias Energéticas) en Berkeley, California, cuya misión es desarrollar tecnologías para derivar combustibles a partir de materia vegetal (celulosa) por medio de plantas genéticamente modificadas para ser materias primas, y microbios para fermentar los azúcares contenidos en las plantas. Chu cree fervientemente en el poder y el valor de la tecnología para abordar los retos de la humanidad, y aboga por el uso de la biología sintética, la creación de nuevas formas de vida (en este caso, de microbios capaces de digerir celulosa) a partir de ensamblar pedazos sintéticos de ADN. Otro de los nombramientos significativos de Obama es el de Tom Vilsack como secretario de Agricultura: Vilsack tiene una larga “buena relación” con Monsanto, y como Chu, cree en el poder de la ingeniería genética para resolver los problemas de la agricultura. Con todo el sector agrícola listo para su inclusión en el mercado internacional de carbón, Vislack está apostando su posición como orador principal en la próxima conferencia sobre biocarbono –una tecnología con la cual se quema materia vegetal con poco oxígeno para obtener carbón vegetal que se siembra en los suelos para “secuestrar carbón”, entre otros presuntos beneficios–. Los cabilderos del biocarbono han buscado agresivamente (y hasta hoy con éxito) su inclusión en la CMCC (Convención sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas) como un método para la geoingeniería de la atmósfera, aun cuando los efectos de una carbonización y siembra de tales escalas son desconocidos y potencialmente no resultan tan buenos. La afición de Estados Unidos por sustituir con plantas vivas los combustibles fósiles tendrá una enorme repercusión sobre nuestros vecinos. Como el país mega consumidor del vecindario que es, no hay duda de que habrá “nuevos mercados” creados para garantizar el flujo de materia orgánica y combustibles vegetales del Sur al Norte, y de nuevos organismo genéticamente modificados y sintéticos del Norte al Sur. Las granjas, los bosques, los suelos y las reservas de agua del Sur están todos siendo vistos como fuentes de “energía alternativa” para coches, electricidad, químicos y manufacturas. Como dijo una vez Steve Kooning (antes ejecutivo de British Petroleum y hoy subsecretario del Departamento de Energía), “si ves una fotografía del planeta (...) es muy fácil detectar dónde están las partes verdes, y ahí están los lugares donde uno cultivaría de forma óptima materias primas”. Si donde vives es verde, ¡estás advertido! Investigadora del Global Justice Ecology Project
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