as arterias que alimentan la vida organizada y hasta particular de los mexicanos están seriamente erosionadas. Años de frustrante crecimiento económico han desgastado el incipiente capital acumulado durante la bonanza pasada. Los saldos son notables en las atestadas calles citadinas sin orden, en las universidades sin presupuesto adecuado, en el desempleo que se arrellana en plazas y cantinas, en los campos de labranza moribundos, en la prestada tecnología de otros tiempos, en el aparato educativo apresado por intereses bastardos o en los pleitos de la plutocracia por defender prebendas y acrecentar sus lujos. La resultante, en forma de corrosivo malestar, cunde en miles de hogares y enferma el ánimo de otros tantos millones de individuos.
Las continuas traiciones a la incipiente democracia han robustecido tal descontento al grado de transmutarla en un ingrediente tóxico que actúa contra ella. Una explosiva mezcla de energía colectiva que, a pesar de todo su potencial destructivo, aún se enclaustra y consume en el defectuoso proceso electoral en marcha. En él se agota por ahora y sus angustiadas protestas llevan el marcado corte de la impotencia. Las elites, tanto privadas como públicas, no oirán el mensaje que se pretende enviar urbi et orbe. Pasada la tormenta previa al 5 de julio, esperan que la cotidianidad envuelva la rebelión. Todo esto se verá, después, como la transitoria e infecunda promoción de unos cuantos. Protesta que se bifurca en distintas rutas de salida y alienta pocas oportunidades de concreción.
Otra de las causales apunta hacia gobernantes frívolos, facciosos y patrimonialistas que han ido aceitando la corrupción para usarla en su beneficio o en la formación de sus feudos de poder y maniobra. En esos terrenos pantanosos, la ineficacia gubernamental se ayunta con la privada para dar testimonio de las puertas cerradas al progreso, y los triunfos, grandes o pequeños, se esfuman del vocabulario cotidiano. La impunidad se asienta como la palanca indispensable para sellar todo pacto de continuidad del estado de cosas. Se contribuye así, de manera por demás eficaz, a solidificar el desaliento que carcome a la sociedad mexicana de estos aciagos tiempos.
Contadas instituciones y personajes se libran de la chamusquina que han encendido conspicuos segmentos de la opinocracia contra los partidos y sus candidatos. Conductores de variados programas noticiosos, críticos con salidas continuas en medios masivos, académicos buscados como referentes asiduos de la verdad oficial, reciben el beneplácito de los concesionarios para adelantar su propia vendetta contra la ley electoral recién aprobada por el Congreso. El dolor causado por ella a sus amplios bolsillos caló hondo. Más aún resintieron tales empresarios de la comunicación la resistencia, aunque momentánea, de muchos legisladores a sus deseos, caprichos y mandatos.
La conclusión se antoja como desgrane consecuente, tajante y parcial: no vale la pena hacerse cómplice de tan degradada vida pública. La abstención o el voto en blanco se imponen como atractiva, hasta justa y necesaria huida ante tal descomposición de la partidocracia que reina. Una encrucijada que apunta hacia una alternativa inerte, inmovilizadora, pero que encuentra bases ciertas de sostén entre la mediocridad de las figuras públicas o en las sospechosas candidaturas de futuros legisladores. Similar sentimiento negativo se eleva por las cómplices ataduras que se traslucen en las propuestas para los gobiernos locales en juego.
De esta forma, el desamparo no es ya un aislado producto de los cerrados horizontes económicos que se enseñorean en el imaginario colectivo e individual. Tampoco se alimenta sólo de los fracasos y fraudes recurrentes a la vida democrática. Es, más bien, un corrosivo aliento totalizador de búsqueda que no encuentra asideros reales. Todo lo que rodea parece cerrado, trampeado, falso, mal intencionado y los beneficios, como siempre, se concentran en unos privilegiados. El desuso continuo de los escasos recursos públicos termina mezclado con los privados. Las penurias cotidianas de millones, la injusticia e inseguridad, el desamparo, como regla inevitable, es el sustrato que consume la energía protestante de los ciudadanos. El oneroso costo social y cultural de la decadencia propiciada por un modelo de gobierno que se perpetúa a sí mismo, a pesar de sus terribles efectos sobre las mayorías. Los años de redundantes promesas incumplidas, las rotas fantasías procreadas por ambiciosos líderes, monseñores, gerentes y demás dirigentes de una elite sin escrúpulos. Pero, también, aceptadas, con la debida resignación, hasta con entusiasmo a veces, por numerosos segmentos parapetados en las buenas costumbres del individualismo, el buen nombre y la obsecuencia interesada para los de arriba.
La opción del voto nulo o la abstención no es el conducto adecuado para la protesta por un estado de cosas insensible al sufrimiento y la postración. Urge encontrar el punto de apoyo indispensable para enderezar el rumbo. En todo este desaguisado hay culpables: los partidos grandes, esos que han contrahecho el sistema y pueden subordinarse a los grupos de presión. Tanto PRI como PAN, y varios segmentos de la izquierda seudo moderna injertados en el PRD, han sido colaboradores activos del desastre. No merecen el voto actual. Los arquitectos del modelo están fuera, pero tienen correas de trasmisión internas en estas organizaciones políticas. A estos partidos les dolerá, no la abstención; tampoco el voto nulo, que no les reduce prerrogativas o curules, sino el voto por otros partidos. Hay muchos chicos, marginales, que hacen un esfuerzo mayor y abanderan mejores causas. Entre éstos también hay cínicos negociantes (Verde ecologista) o aliados condicionales del fraude (la Alianza de Gordillo) que son falsas puertas. Otros han encauzado su camino, a pesar de sus orígenes y, ahora, son yuna alternativa real.