yer, en el segundo y último día de la 39 Asamblea General de la Organización de Estados Americanos (OEA), celebrada en San Pedro Sula, Honduras, el pleno de cancilleres congregados en ese cónclave aprobó, por aclamación
, un documento que deja sin efecto
la exclusión de Cuba del organismo hemisférico, decretada el 31 de enero de 1962 en una ignominiosa sesión celebrada en Punta del Este, Uruguay.
La resolución fue recibida con beneplácito por el conjunto de los países americanos: incluso el secretario adjunto para Asuntos del Hemisferio Occidental de Estados Unidos, Thomas Shannon, quien se desempeñó como representante de ese país tras la partida de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, consideró que el fin de la exclusión de Cuba representa un momento histórico
y un gran acto de Estado
. En el mismo sentido se pronunciaron los representantes de naciones como Brasil, cuyo ministro de Relaciones Exteriores, Celso Amorim, afirmó que la decisión de la OEA demostraba que el sentido común sigue vivo
, y Argentina, cuyo canciller, Jorge Taiana, calificó el hecho como parte de un renovado espíritu de diálogo y revalorización del multilateralismo
y dijo que hemos terminado con un anacronismo y (con) una injusticia
.
En efecto, con esta determinación los representantes de los países del continente ponen fin, después de 47 años, a un atropello en el que Washington empeñó todo su poderío para persuadir, chantajear o premiar a la mayor parte de los gobiernos latinoamericanos de la época para que apoyaran la expulsión de Cuba del organismo. Catorce países votaron en ese sentido, seis se abstuvieron (Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador y México) y todos, salvo el nuestro, rompieron, a continuación, sus relaciones diplomáticas con el régimen revolucionario cubano. La maniobra no significó únicamente la marginación diplomática de La Habana: fue, sobre todo, una agresión económica terrible e injustificable para el pueblo cubano que cerró a la isla el acceso a créditos internacionales, la participación en intercambios comerciales para adquirir víveres, equipos médicos y otros bienes necesarios para su población, y la excluyó de diversos organismos hemisféricos, con excepción de la Organización Panamericana de la Salud (OPS).
Por añadidura, la exclusión impuesta a Cuba por la entidad continental implicó, en los hechos, una cobertura diplomática para el amago permanente de agresión bélica por parte de Estados Unidos: durante todo este tiempo, los cubanos han padecido el encono agresivo y las constantes provocaciones de la mayor potencia económica y militar del planeta, han enfrentado el asedio constante del Pentágono y las agencias de seguridad estadunidense y han sufrido en carne propia las acciones emprendidas desde Washington para hacer fracasar la cosechas y la producción ganadera de la isla.
Ante tales consideraciones, la revocación del decreto que expulsa a La Habana del llamado sistema interamericano constituye una medida de desagravio que tendría que haber sido tomada desde hace mucho tiempo y que hoy es posible gracias, por un lado, al hecho de que un buen número de naciones en América Latina han optado por gobiernos progresistas que se han alejado, en mayor o menor medida, de las directrices políticas, económicas e ideológicas dictadas por la Casa Blanca y, por el otro, al arribo de Barack Obama a la presidencia de Estados Unidos, lo que ha significado un cambio en el acento y la retórica de la política exterior de ese país y un visible intento por redimensionar su proyección hacia el resto del mundo, especialmente hacia Cuba. Lo cierto es que, sin el segundo de esos factores, los gobiernos latinoamericanos no habrían podido lograr, ni por unanimidad, la derogación de ese añejo atropello.
En esa medida, la determinación no alcanza para reivindicar a la propia OEA, un organismo que se ha desempeñado, a lo largo de toda su historia, como instrumento de los intereses hegemónicos de Washington en la región, lo que se refleja en aberraciones como la disposición a mantener durante casi medio siglo una injusticia adoptada en el seno de ese organismo, a pesar de la oposición de la mayoría de los países que la integran. A mayor abundamiento, el vetusto organismo panamericano fue incapaz de evitar las múltiples agresiones bélicas perpetradas por Estados Unidos contra países del hemisferio en la segunda mitad del siglo pasado –Guatemala, República Dominicana, Nicaragua, Granada, Panamá–, lo mismo que de prevenir, aislar o contrarrestar cuartelazos militares y dictaduras sangrientas o de velar por la vigencia de los derechos humanos en el hemisferio. Adicionalmente, y como se dijo ayer en este mismo espacio, el episodio que se comenta ha puesto de manifiesto la total inoperancia de la OEA como espacio de convivencia entre los intereses de Estados Unidos y los de los países latinoamericanos que históricamente han padecido las agresiones, las presiones y las imposiciones de Washington. A lo que puede verse, las autoridades cubanas son concientes de todo esto, y por ello mantienen su rechazo a reincorporarse a ese foro continental.
En suma, la derogación de la injusticia cometida contra Cuba pone en evidencia un vuelco político-diplomático en el continente y cabe felicitarse por ello. Pero también expresa la bancarrota en que se encuentra inmerso el organismo hemisférico, el cual hoy aparece, si ya no como el ministerio de colonias
de Estados Unidos, sí cuando menos como un aparato burocrático costoso, obsoleto e inútil.