e acuerdo con un informe elaborado por el Sistema Económico Latinoamericano y del Caribe (Sela), alrededor de 450 mil hogares en el país han dejado de recibir remesas de sus familiares en Estados Unidos, como consecuencia de la crisis económica y la falta de empleo en la nación vecina.
Para poner la cifra en perspectiva debe señalarse que las familias afectadas representan alrededor de una cuarta parte del total de los beneficiados por las remesas en México y que el monto que, según las estimaciones del Sela, ha dejado de percibir el país por ese concepto –unos mil 600 millones de dólares– representa 0.2 por ciento del producto interno bruto, es decir, poco menos del 0.3 por ciento que, asegura la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), le costará al país el paro de las actividades económicas a consecuencia de la reciente emergencia sanitaria. Sobra decir que la sequía de remesas, además de su impacto en los indicadores macroeconómicos, tiene severos efectos en las finanzas de los hogares afectados –que según el Sela registrarán pérdidas de hasta 65 por ciento en sus ingresos
– y acentúa, por tanto, el sentir generalizado de zozobra, incertidumbre e indefensión ante la crisis de cientos de miles de mexicanos.
Por añadidura, los datos que se comentan ponen de manifiesto que, contrario a lo que afirmó el titular de la SHCP, Agustín Carstens, a mitad de semana, en el sentido de que ya pasó lo peor de la crisis económica
, se prefigura en el país una devastación mayor a la que ya se vive.
Son significativas, al respecto, las estimaciones realizadas por la calificadora Moody’s, donde se concluye que México está condenado a verse arrastrado a una contracción mayor
. Según las previsiones elaboradas por el Banco de México (BdeM) la economía del país decrecerá 4.8 por ciento en el presente año, y el pronóstico del Fondo Monetario Internacional anticipa una caída de 10 por ciento en el envío de dinero de los connacionales que viven y trabajan en Estados Unidos.
Detrás de estas cifras, que dan cuenta de un panorama económico desolador para el cual no parece vislumbrarse final en el corto plazo, se halla una insoslayable falta de responsabilidad, previsión y sensibilidad del gobierno federal. Entre mayo de 2006, cuando la llegada de remesas a México alcanzó su punto culminante –con 2 mil 600 millones de dólares– y el presente, el ingreso mensual por concepto de envíos de dinero al país ha exhibido una baja sostenida, al grado que en el primer trimestre de ese año se contrajo en 4.9 por ciento. Dicha tendencia estuvo asociada de inicio con el colapso de la industria de la construcción en la nación vecina –factor originario de la crisis financiera que se vive actualmente–, la cual representa la principal fuente de empleo de millones de migrantes mexicanos.
Esto quiere decir que las autoridades tuvieron más de dos años, desde que las remesas alcanzaron su techo máximo hasta el presente, para corregir la precariedad de la economía nacional, emprender medidas orientadas a frenar la dependencia con respecto a la nación vecina, reactivar los anquilosados motores financieros y el mercado interno y prepararse, en suma, para recibir el golpe de una crisis que era previsible para todo el mundo, menos para los encargados del manejo económico del país.
Hoy, por lo demás, la contracción en el envío de dólares al país apuntala el riesgo de que se genere un problema en la balanza de pagos, habida cuenta de que las otras dos principales fuentes de divisas también se encuentran a la baja: el precio del petróleo, pese a haber experimentado un repunte en meses recientes, se mantiene a niveles muy inferiores a los deseados; el turismo, por su parte, decreció 8 por ciento en el primer trimestre del año, y esa cifra todavía no incluye las afectaciones de ese sector como consecuencia de la crisis sanitaria.
Los datos proporcionados por el Sela confirman la fragilidad de un factor de estabilidad económica
–así lo han llamado las propias autoridades– que se origina, cabe recordarlo, en el sufrimiento inadmisible de millones de mexicanos –que enfrentan la discriminación, el racismo y la persecución de las autoridades y muchos particulares estadunidenses–, en la desintegración de cientos de miles de familias, en el abandono de entornos rurales y urbanos y, a fin de cuentas, en la falta de capacidad gubernamental para garantizar los derechos humanos, laborales y sociales de sectores amplios de la población.