Opinión
Ver día anteriorJueves 14 de mayo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La política, esa corrupta
A

l decir de sus editores, el libro de Carlos Ahumada está en camino de convertirse en un mega best-seller. Tan sólo en la primera semana ya se han vendido varios miles de ejemplares y está en prensa la segunda reimpresión.

Calculada para incidir en el proceso electoral que está en curso, la aparición de Derecho de réplica opacó las informaciones sobre la pandemia, de la misma manera aplastante como ésta a su vez redujo al mínimo al gran tema del narcotráfico y sus abominables historias. Tal parece que nuestra sociedad (¿o debemos decir el público?) –pastoreada por los mass media– sólo es capaz de digerir un asunto a la vez. De entre las numerosas reseñas publicadas, sorprenden algunas donde se saluda como una sacudida a la modorra prelectoral, como si estuviéramos ante un ejercicio analítico y no ante un vulgar libelo que quiere cobrar algunas facturas pendientes.

Lo peor no es, desde luego, el intento fallido de lavar una historia personal tocada de principio a fin por la corrupción, sino la generalización que entraña convertir a los otros, amigos y adversarios, en una casta indisoluble ante la cual no caben distinciones éticas, políticas o ideológicas. Ahumada no descubre nada, sólo confirma lo que el sentido común forjado en tiempos de la alternacia ya había establecido: que todos los políticos son rateros (sic) e indignos de poner en sus manos los negocios de la nación.

Más que la denuncia de éste o cual personaje o el recuento del modus operandi de una acción cuyo objetivo no era otro que impedir el ascenso de la izquierda a la Presidencia de la República (y éste es el punto esencial) la descalificación sumaria de la política y los políticos –corruptos, indefendibles muchos de ellos– es, paradójicamente, el mensaje que resulta funcional en un país donde los referentes morales o ideológicos desaparecen abatidos por las ambiciones de una pequeña oligarquía –una mafia, dice López Obrador– que manipula, decide y controla el sistema nervioso de la vida pública mexicana.

Para numerosos formadores de opinión la política sin escándalo es sencillamente inimaginable, pues en la lucha por el poder, dicen, todo se vale y mejor tenerlo en cuenta. El doble lenguaje, la traición, la mentira sistemática, la simulación no aparecen como atributos negativos excepcionales de algunos partidos o personajes, lo cuales deberían rechazarse sin preguntar de dónde vienen (o someterse a los tribunales), sino como requisitos indispensables para la consecución de ciertos objetivos, cuya legitimidad, por el solo hecho de servirse de tales medios, resultaría por lo menos dudosa. Así es la política democrática, dicen, convencidos de que una vez aceptado el juego la palabra final la tendrán los resultados, como si la victoria, ya sea la que se consigue en las urnas y antes en el vasto territorio de la opinión pública, pudiera anular la degradación a que dichos métodos conducen.

Pero quien hasta ahora se lleva las palmas en esta modernización es el panismo (es decir, la coalición de intereses que sostuvo a Fox primero y Calderón después), único gestor y beneficiario de las llamadas campañas sucias que han marcado la alternancia hasta poner la competencia electoral en el último escalón de las preocupaciones ciudadanas. Con ellos llegó un modelo de comunicación basado en la disponibilidad de recursos, la mercadotecnia y la complicidad de los poderes fácticos para impulsar un orden que les asegure a unos la permanencia en el gobierno, dominio, control, y a otros estabilidad, influencia, ganancias irrestrictas. No se trata de la vieja distinción entre el emisor y el mensajero que se asume como neutral (aunque esté lejos de serlo), sino de la confluencia práctica, incluso operativa, entre un grupo de poder político y los representantes máximos del poder económico, a la manera de un arreglo oligárquico.

El propio Ahumada, personaje muy menor en cualquier historia, se da el lujo de ofrecer su mercancía al mejor postor sin dificultad. Enquistado en la zona invisible del poder, allí donde no entran los vientos de la transparencia, recorre los pasillos del laberinto que une al ex presidente Salinas con el PAN, a Televisa con un sector del PRD que es capaz de traicionarse a sí mismo con tal de seguir en la jugada, esto es, en la danza de los millones a los que Ahumada los invita.

Es, pues, una historia involuntaria de la decadencia de cierta política que bajo el paraguas democrático no es inmune a la lumpenización, la cual fluye y se extiende a través de visibles o secretos circuitos creados por la brutal polarización social, por el estancamiento de las elites en el poder y reconfigurados, gracias a la salvaje modernización que recrea la desigualdad y envilece la convivencia bajo el imperio del individualismo moral, convertido en principio absoluto como única posibilidad de éxito.

Hay, sin embargo, imágenes imborrables que sólo pueden transmitirse recreadas por el ingenio de Monsiváis:

“Ex Prez: ¡Ah, chispiajo! Tú siempre haciendo que se rectifique el rumbo de la República. ¿No quieres probarte la banda presidencial?

Dirigente: No, licenciado, porque a mí desde niña me enseñaron el valor de los símbolos, y nadie ni usted me va a despojar de ese patrimonio.

Ex Prez: ¿De cuál patrimonio?

Dirigente: De haber sido niña.

Dirigente y Ex Prez: ¡Jura que nunca serás desleal!

Autor: ¡Lo juro!... Cae un rayo, lo reduce a cenizas, y los sobrevivientes se van a leer la obra completa de Carlos Cuauhtémoc Sánchez.”

P.D. El presidente Calderón se montó en el macho del chauvinismo para responder a las actitudes de algunos países ante la epidemia. La protestas, acaso justificadas en algunos casos, rebasaron, sin embargo, las normas aconsejadas por la prudencia. El mismo Presidente se puso las botas de campaña para juzgar las políticas soberanas de otros estados en materia sanitaria y tuvo expresiones deleznables de soberbia, frivolidad o mezquindad que México no se merece. ¿A quién le sirve todo esto?