|
|||
Historia de un gran amor King Kong o el reencuentro Armando Bartra El fin del sacrificio era precisamente restablecer una relación de contigüidad. “Wa saba, ani mako, otar vey, Rama Kong” (“Aquí está la doncella, oh poderoso Kong”), repiten hipnóticamente los nativos de la Isla Calavera mientras ponen a la pobrecita Fay Wray en manos del gran gorila. El resto es la conocida saga de una pasión desdichada. En su interpretación del sacrificio ritual que practican los pueblos primitivos, Claude Lévi-Strauss explica que con él no se busca aplacar a los dioses sino reconciliarse con la naturaleza vivida –incluyendo la propia– de la que poco a poco los distancia el pensamiento analítico y el incipiente racionalismo. “La ansiedad –escribe el etnólogo– atañe al temor de que las divisiones operadas en lo real por el pensamiento discreto (...) no permitan ya regresar a la continuidad de lo vivido (y rducir) la separación creciente entre el intelecto y la vida (...) Lo que en definitiva trata de superar el ritual no es la resistencia del mundo al hombre sino la resistencia al hombre, de su pensamiento” (Lévi-Strauss, El hombre desnudo ). Pero la seducción que durante tres cuartos de siglo ha ejercido la recurrente trama de la película King Kong de 1933 sugiere que también las llamadas sociedades industriales sienten la oscura, la apremiante compulsión de recuperar querencias ancestrales, de reconciliarse con el mundo natural en tanto que experiencia vivida y no sólo como objeto de conocimiento, recurso productivo y materia de lucro. La película, dirigida por Ernest B. Schoedsack y Meriam Cooper, documentalistas que habían trabajado en África filmando gorilas y de regreso a Estados Unidos se les ocurre confrontar a un mono gigantesco con el mundo moderno, se estrena en 1933, cuando aún persistía el orgullo tecnológico que años después La Bomba pondría en entredicho, pero ya desquebrajado por un Crac y una Gran Depresión que documentaban la fragilidad de los logros humanos. Entre el prometeísmo decimonónico y la tecnofobia de la segunda posguerra, King Kong desarrolla dos tramas a veces paralelas y otras entrecruzadas, que retomarán sus remakes más ortodoxos: la versión dirigida por John Guillermin en 1973, protagonizada por Jeff Bridges y Jessica Lange, y la que dirigió Peter Jackson en 2005, con Jack Black y Naomi Watts. Una línea dramática se ocupa de la lucha del hombre contra la naturaleza y sus proverbiales peligros: el mar proceloso, la isla misteriosa, los nativos hostiles en “estado de naturaleza”, la vegetación amenazante, la gigantesca fauna prehistórica y finalmente el colosal gorila. En el fondo se trata de la arquetípica lucha contra la muerte –la isla se llama Calavera– pero en forma de una aventura extrovertida de corte melodramático en la que el empresario Carl Demhan y sus aguerridos colaboradores salen siempre victoriosos, de modo que a la postre Kong es apresado y llevado a Nueva York, donde se le exhibirá encadenado como espectáculo de feria. Hasta aquí tenemos una clásica película de matiné que pueden ver los niños. La segunda trama, más rasposa, intimista y sutil, da cuenta del amor imposible entre La Bella y La Bestia , entre la doncella ofrecida en sacrificio y el gran gorila solitario; una aventura introvertida, oscura y vertiginosa, que termina con la muerte de Kong , única forma posible de reencuentro entre los amantes desdichados. En esta otra historia se escucha el eco del relato tradicional que en 1945 retomaría Jean Cocteau en el filme La Bella y La Bestia , inspirado en un cuento de Mme. Leprice Beaumont (1711-1780) que narra cómo un mercader arruinado y por ello vuelto campesino llega al castillo de La Bestia donde abusa de su hospitalidad robándole un puño de rosas, infracción que tiene que pagar con el sacrificio ritual de una de sus hijas, La Bella , quien descubre que feo y torpe, el ogro es amantísimo y bondadoso. “Seré más feliz con él que mis hermanas con sus maridos”, reflexiona la sensata joven, de modo que finalmente acepta entregársele... y con esto se rompe el encanto que había convertido en monstruo a un apuesto príncipe. En versión para niños el tema profundo de La Bella y La Bestia , la confrontación cultura-naturaleza, civilización-barbarie se endulza con un happy-end a modo por el que la otredad se domestica y todos son felices. En cambio Schoedsack y Cooper optan por un tratamiento duro que llevó a que en algunos lugares no se permitiera a los niños ver la película. La prolongada fascinación que ejerce esta trama sobre los más diversos públicos proviene de que está hecha del material de los mitos. Y es que King Kong contrapone las dos grandes estrategias con que el hombre aborda a la naturaleza: la apropiación racional y la experiencia viva, la descomposición analítica y la restitución intuitiva de la totalidad, la dominación tecnológica y el éxtasis. Abordajes contrapuestos que se asocian con el talante masculino y con el femenino, con el intelecto y con la emoción, con el cálculo y con la poesía. Profundidad arquetípica que se refuerza con nuestra debilidad por los amores desdichados, sobre todo si se trata del improbable reencuentro del hombre con su “cuerpo inorgánico” (Marx dixit), de la reconciliación entre cultura y naturaleza. Amor imposible como pocos, pues de un tiempo a esta parte decidimos que a la naturaleza había que doblegarla, someterla, envilecerla y de ser posible convertirla espectáculo mercenario. En la cima del Empire State, el gran gorila se enfrenta a los rudimentarios cazas de la Gran Guerra hasta que es derribado y cae a lo largo de los interminables 102 pisos del entonces máximo logro de la arquitectura. “ La Bella mató a La Bestia ”, dice Driscol en la última escena. Y no, los amantes desdichados se reivindicaron ante la muerte. A Kong lo mataron las ametralladoras de los aviones, la altura del Empire State, la enormidad de Nueva York y, en todo caso, el empresario que lo exhibió entre cadenas. |