14 de mayo de 2009     Número 20

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada


FOTO: Anssi Koskinen

El campo a báscula

El campo mexicano se nos entrega en sus números, pero también hay cifras engañosas, ponderaciones que escamotean la realidad en vez de develarla.

Fetichismo de los números. Un dato cuantitativo que con frecuencia no se emplea para iluminar el panorama rural sino para oscurecerlo y hacerlo perdedizo, es el modestísimo y menguante peso relativo del valor de la producción agropecuaria respecto del valor de la producción total. Y es que de cada cien pesos que genera nuestra economía, la agricultura, la ganadería, la silvicultura y la pesca aportan solamente unos 3.4 pesos, mientras que los 96.6 pesos restantes provienen de la industria y los servicios.

Y dicen algunos: ¿Para qué ocuparse de un sector que genera poco más de 3.4 por ciento del Producto Interno Bruto (PIB) y cuya relevancia económica es, además, decreciente, pues todavía hace un cuarto de siglo su aporte era de diez por ciento? ¿Por qué tanto barullo (tanta campaña, tanta marcha, tanto debate, tanto suplemento periodístico) por un agro productivamente marginal?

Dudas sin fundamento pues minimizan al campo a partir de un dato –el malhadado 3.4 por ciento– que no es falso ni irrelevante, pero sí engañoso. Como en general es falaz toda la numeralia econométrica referente a los precios, cuando a éstos no se les relaciona debidamente con la naturaleza de los bienes que representa y con las necesidades humanas que estos bienes satisfacen.

Porque sucede que gracias al 3.4 por ciento agropecuario del PIB es que comemos. Este cuantitativamente pequeño porcentaje incluye aún la mayor parte de los alimentos de consumo popular, pese a que en el último cuarto de siglo se incrementó tantísimo la dependencia del exterior en básicos.

Detrás de las cifras. Y la imagen del campo va cobrando nuevas dimensiones si tomamos en cuenta otros datos estadísticos. Por ejemplo el de que en México una de cada diez personas “económicamente activas”se desempeña en el sector agropecuario-forestal-pesquero, lo que representa unos cinco millones y medio de trabajadores de un total de 50 millones. Es decir que el peso del campo en la Población Económicamente Activa (PEA), es tres veces mayor que su gravitación en el PIB.

Algunos dirán que esto es un mal signo pues quiere decir que un trabajador promedio de la industria y los servicios produce el triple que uno agropecuario. Y en pesos y centavos es verdad, pero el hecho de que en el agro el trabajo sea “económicamente” menos rendidor no significa que el esfuerzo social ahí desplegado sea menos relevante. Digan lo que digan las cuentas nacionales, el sudor rural cuenta tanto como el sudor urbano y uno de cada diez mexicanos sudorosos transpira en el campo.

Y para enfocar aún más la fotografía rural hacen falta datos demográficos. Como el que nos dice que tres de cada diez mexicanos radican en localidades de menos de cinco mil habitantes. Es decir que 30 millones de compatriotas, un tercio de la población, viven en rancherías, parajes, caseríos...; pueblos más chicos que grandes donde todos se conocen aunque sea de vista; donde –siembres o no– sabes como viene este año el maíz porque a diario pasas junto a las milpas; donde posiblemente oíste el último lamento del puerco que te estás comiendo en mole verde; donde sales al pan cuando hueles la hornada...

Así, nuestra imagen del campo mexicano va embarneciendo conforme pasamos de los datos económicos a los sociales, pues si bien el agro sólo aporta poco más de tres por ciento del PIB, emplea algo más de diez por ciento de la PEA y cobija a cerca de 30 por ciento de la población.

Pero ésta es sólo la danza de las cifras y lo más relevante del mundo rural no está en las estadísticas.

Cantidad y calidad. Se dijo más arriba que pese a la dependencia alimentaria, dos de nuestras tres comidas diarias las proveen aún las cosechas y corrales nacionales. Y estas dos comidas –digamos que idiosincrásicas– son las que nos dan identidad culinaria: el maíz en sus mil preparaciones, las infinitas salsas picantes, los frijoles charros, la calabaza en tacha, el mole de guajolote y –por qué no– entrañables platillos sincréticos como el chile relleno, la cochinita pibil y la torta compuesta. Por no hablar de nuestra cultura espirituosa, que va más allá de los trasnacionalizados tequilas y mescales. Además de la riqueza lingüística, musical, dancística, festiva, indumentaria mesoamericana que hoy se produce y reproduce tanto ámbitos rurales como urbanos pero cuya raíz profunda está en el campo.

El campo provee también “servicios ambientales”. Jodida fórmula para decir que el mundo rural que bien que mal ha sabido conservar y aprovechar sus recursos naturales, nos envía el aire puro, el agua limpia, la tierra fértil, el clima templado, los paisajes amables y la diversidad biológica de los que aún disfrutamos. Y en los tiempos que corren, las comunidades que preservan una relación virtuosa con el medio ambiente son el ancla de cuya firmeza dependerá que en los años por venir podamos o no sobrellevar los vendavales del cambio climático. Porque ahora que la naturaleza nos pasa la cuenta y viene una época de penuria y escasez global como las que se vivían en la Edad Media , es bueno recordar que más allá del PIB, la PEA y otros espejismos econométricos sesgados hacia la industria y los servicios, las sociedades humanas fueron, son y serán sociedades esencialmente agrarias por cuanto su base está y ha estado siempre en el metabolismo hombre-naturaleza y en especial en su dimensión alimentaria.

La propia institucionalidad política de nuestro país huele a campo (a chiquero dicen las malas lenguas). En los cuarteados muros del Estado mexicano del tercer milenio resuenan aún los ecos de las cargas de caballería, las haciendas ocupadas y los multitudinarios repartos agrarios de una revolución campesina que pese al “Consenso de Washington” y a los proverbiales cien años transcurridos, sigue presente en la Constitución , en algunas instituciones públicas y en el talante paternalista del que aún no se ha desprendido del todo nuestro “ogro filantrópico”.

No sé si el “güey” y el “cabrón” que dan brío al habla popular son atavismos de algún corral arquetípico subyacente en el inconsciente colectivo mexicano; ignoro si la telúrica iconografía de muchos grafitis y tatuajes remite en verdad a nuestros ancestros rurales; no tengo pruebas de que el neotribalismo de la glorieta del Metro Insurgentes tenga que ver con el cosmopolitismo de la Gran Tenochtitlán ; a saber si los tops con reminiscencias de huipil y el gusto de nuestros travestis por morder el rebozo entroncan con algún México profundo. Es más, dudo mucho que en la variopinta diversidad que hoy somos puedan descubrirse patrones ontológicos, como intentaron hacerlo los mexicanólogos del Hiperión hace más de medio siglo.

Creo, sin embargo, que ciertas prácticas culturales de los que aquí nacimos –quizá no comunes a todos pero sí muy generalizadas– remiten a nuestra actual o reciente vinculación con los usos y costumbres de la vida rural. Tal es el caso del apego al terruño, que funciona tanto en el campo como en las ciudades; del valor atribuido a la familia y a la parentela extensa, que dan soporte y perfil a nuestros migrantes; del cultivo de estrategias relacionales –como el compadrazgo– que operan como redes de protección para enfrentar desgracias por acá siempre inminentes; de la alternancia casi estacional de austeridad y derroche; del valor que se le da a la hospitalidad, a la prodigalidad y a la reciprocidad; del apego festivo a los muertos; del fervor público y la religiosidad colectiva; del culto no a Dios padre sino a la virgen de Guadalupe-Tonantzin-Cihuacóatl, diosa de la agricultura y los partos; del formalismo ritual; del providencialismo; del fatalismo...

Los mexicanos aún traemos tierra debajo de las uñas y el que ya entrado en copas no haya cantado una ranchera, que tire la primera piedra.

Armando Bartra