|
||||||
Agricultura: México, el país que gasta más y crece menos Luis Gómez Oliver Quizás el indicador estadístico más significativo para evaluar el progreso económico de un país sea la tasa de crecimiento del Producto Interno Bruto (PIB). En términos gruesos, el PIB mide el valor de los bienes y servicios producidos en el país durante un periodo de tiempo, descontando el valor de los insumos utilizados, es decir, estima el total del valor económico creado en ese lapso. En la medida en que el PIB a precios constantes crezca más rápido que la población, la sociedad estaría progresando económicamente. Este mismo criterio puede utilizarse para diversos sectores productivos, como la agricultura. En los años recientes el valor agregado anual en la agricultura mexicana ha crecido a una tasa promedio de 2.1 por ciento anual. Este ritmo de progreso es uno de los más bajos en América Latina, solamente superior al de Venezuela, Colombia, Haití y Cuba –que presentan agudos problemas para el desarrollo de sus actividades agrícolas–, pero inferior al de los otros 15 países latinoamericanos. El crecimiento promedio en la región ha sido de 3.2 por ciento anual y en algunos países ha sido aún mayor, como Uruguay (6.4 por ciento) o Chile (seis por ciento). La diferencia en las tasas de crecimiento del PIB sectorial tiene implicaciones relevantes. Si las tasas se sostienen y considerando que en casi todos los países el número de personas dedicadas a la agricultura está prácticamente estancado o en descenso, dentro de 12 años los agricultores chilenos dispondrán, en promedio, de un poder adquisitivo del doble del actual, mientras que a esa fecha el aumento en México sería solamente de 28 por ciento. Al ritmo de crecimiento actual, para lograr duplicar el valor de su producto la agricultura mexicana tardará 34 años. La región en su conjunto duplicará el producto de su agricultura en 22 años; pero en ese plazo la agricultura mexicana sólo habrá crecido 58 por ciento. Al problema del lento crecimiento se suma el de la aguda polarización que presenta el campo mexicano, donde el escaso progreso se concentra en un pequeño número de agricultores, así como el del acelerado deterioro de los recursos naturales, que está implicando índices alarmantes de agotamiento del agua, empobrecimiento de los suelos, acelerada deforestación y pérdida de biodiversidad. La agricultura mexicana presenta un severo atraso, mucho más grave que lo que correspondería, considerando el nivel general de desarrollo del país. Lo paradójico es que México es uno de los países que destina mayores recursos públicos al medio rural. En un estudio realizado por la FAO para el periodo 1985-2001, el gasto público rural en México era el más elevado en América Latina , no solamente en valor absoluto –ya que superaba incluso al gasto de Brasil– sino, también, en casi todos los indicadores relativos:
Aunque para los años posteriores no se cuenta con información comparable del conjunto de los países, es probable que esa situación incluso se haya agudizado ya que desde entonces el gasto público rural en México prácticamente se ha duplicado en términos reales. A precios constantes de 2007 subió de 107 mil millones de pesos en 2001 a 199 mil millones de pesos en 2008 (85 por ciento). En términos per cápita el incremento es aún mayor ya que en este periodo la población rural ha disminuido ligeramente en términos absolutos. En 2001 el gasto promedio por habitante rural (en pesos de 2007) fue de 4 mil 362 pesos; y para 2008 creció en términos reales en 91 por ciento a 8 mil 348 pesos. Actualmente, el gasto público por poblador rural es prácticamente el doble del de 2001, cuando ya era muy elevado en comparación con el existente en los demás países latinoamericanos. México es uno de los países con mayor gasto público canalizado hacia el campo, sin embargo, la economía rural mexicana y en particular la agricultura muestran un grave estancamiento que implica un rezago cada vez mayor respecto de los demás países latinoamericanos y de otras regiones. Como consecuencia, el país enfrenta un déficit comercial creciente en su balanza agropecuaria, al mismo tiempo que la pobreza en el campo sigue siendo sumamente grave y la marginalidad rural deja pocas oportunidades de progreso más allá de la emigración hacia el extranjero o hacia las ciudades. ¿Por qué México es uno de los países que gasta más y crece menos? Los problemas del desarrollo rural son de largo plazo; sin embargo, actualmente la política de desarrollo rural y agroalimentario se reduce a los programas de gasto fiscal que implican erogaciones puntuales cada año. No existe una política de Estado, consensuada y con visión de largo plazo, ni un eje ordenador que dé coherencia a las acciones de los diferentes agentes (gobiernos federal y estatales, autoridades municipales, agricultores, organizaciones sociales rurales, agroindustriales, comerciantes, etcétera). La preocupación principal de todos estos agentes se reduce a captar cada año la mayor proporción posible de los recursos fiscales (“bajar” recursos del presupuesto público). La capacidad de negociación o de presión determina la asignación del gasto. En estas condiciones, predomina la canalización hacia necesidades sentidas, hacia programas de beneficio social o a transferencias de ingreso “para mantener la gobernabilidad”, cuando no se pierde en vicios administrativos. En cambio, los recursos para las variables estratégicas del desarrollo rural y agroalimentario de largo plazo son absolutamente insuficientes. En una expresión esquemática, la política rural y agroalimentaria mexicana descansa en dos pies: por un lado, administrar las compras del exterior de todos los productos cuya importación resulte más barata que producirlos internamente; por otro lado, dar apoyos compensatorios a la población y a los agentes económicos que se vean afectados. En síntesis, la estrategia respecto de los mercados agroalimentarios fue la de “capturar los subsidios” que otros países dan a su producción agrícola, importando alimentos y otros productos agropecuarios y forestales; y dar apoyos fiscales, según la demanda (la capacidad de negociación o de presión), a los agricultores, a la población rural y a los consumidores. La respuesta principal a los problemas rurales y agroalimentarios es la utilización de recursos fiscales para compensar las condiciones desfavorables respecto de otros países, de otras regiones o de otros grupos de población, pero sin una política de largo plazo para atacar las causas de dicha situación desventajosa. Consecuentemente, los subsidios de un año deben ser repetidos el año siguiente, sin que esos recursos cambien las condiciones de marginalidad rural que impiden el desarrollo de actividades productivas rentables. Se han alcanzado algunos logros significativos en la distribución de transferencias condicionadas de ingreso y en su focalización hacia la población pobre. Pero no se progresó igualmente rápido en la solución de los problemas de carencia de infraestructura, ausencia de servicios, falta de integración de las cadenas productivas, comercialización ineficiente, escaso financiamiento, acelerado deterioro de los recursos naturales, debilidad de las instituciones, baja productividad y elevados costos de transacción en el medio rural que son las principales condicionantes estructurales de la pobreza rural. Los apoyos de fomento productivo se entregan a través de bienes privados, con diseños altamente regresivos, en programas cuyos recursos son mayoritariamente capturados por agricultores altamente solventes, sin que existan programas de bienes públicos con continuidad y visión de largo plazo para la construcción de nuevas capacidades productivas en la población rural pobre. Esta política estrecha, circunscrita a programas de gasto público, está implicando el estancamiento creciente de amplias regiones (sobre todo en el sur del país, pero también en otras grandes zonas del territorio nacional), con graves consecuencias sobre las posibilidades de progreso de una parte muy significativa de su población, así como sobre los recursos naturales, el medio ambiente, el ordenamiento territorial del desarrollo y los desequilibrios en el desarrollo regional. En ausencia de un poderoso programa de inversiones orientado a promover la transformación productiva del medio rural, los programas de beneficio social se convierten en meros paliativos temporales, generadores de dependencia y susceptibles al clientelismo partidario, sin capacidad para garantizar, de manera permanente y progresiva, el bienestar de la población rural. La lucha contra la pobreza rural debe impulsarse movilizando y orientando los recursos hacia actividades económicas (agropecuarias y no agropecuarias) que promuevan la ocupación productiva, generen riqueza y fortalezcan el arraigo de la población en condiciones dignas y con una perspectiva de progreso sostenido. México está siguiendo una estrategia agroalimentaria semejante a la de países desarrollados, con la diferencia de que en éstos la población dedicada la agricultura es mucho menor y las condiciones de vida en el medio rural están aseguradas por el nivel de ingreso y los apoyos gubernamentales. En cambio, en México la marginalidad rural no afecta a algunos –pocos o numerosos— individuos. La marginalidad, la pobreza y la miseria en el campo mexicano no son individuales, afectan masivamente a todo el medio rural. Para combatirlas es indispensable instrumentar una política con objetivos y alcance sobre el conjunto de este medio social. El problema no está en la dimensión de los recursos, sino en pretender sustituir una política de desarrollo rural y agroalimentario por meros apoyos fiscales. Es indispensable instrumentar una política de Estado, ampliamente consensuada socialmente y con visión de largo plazo, que utilice el gasto público rural como la principal palanca de una estrategia con miras mucho más amplias, considerando integralmente aspectos demográficos, medio ambiente, salud, educación, actividades productivas (agropecuarias y no agropecuarias), capitalización y condiciones laborales. La política de desarrollo rural y agroalimentario debería comprender, por una parte, un programa de largo plazo para mejorar la educación y la capacidad productiva de la población rural, así como la infraestructura física, los servicios y las condiciones de vida de esta población, a fin de reducir el enorme grado actual de marginación; por otra parte, un desarrollo institucional, que incluya, entre otros elementos: la generación de alianzas para una acelerada integración vertical y una comercialización más eficiente; el desarrollo de sistemas financieros rurales, incluyendo ahorro, crédito y seguro; el reconocimiento y manejo económico, eficiente y equitativo, de los derechos de propiedad (tierra, agua, recursos forestales, cuotas de pesca, biodiversidad, patentes tecnológicas), incluyendo la definición de instrumentos (contratos y otros) para el cumplimiento de la ley; un marco regulatorio y operacional del mercado laboral, considerando las particularidades del empleo rural; y la sustentabilidad ambiental del desarrollo rural. Doctor en Economía. Profesor de Economía Internacional, Facultad de Economía, UNAM. Secretario Ejecutivo de AGROANÁLISIS, AC. [email protected]
La unidad de producción pequeña, En memoria de Manuel Morales, entrañable amigo, investigador y luchador por las causas del campo Héctor Robles Berlanga En nuestro país, en el transcurso de los cien años recientes a la unidad de producción (UP) pequeña, se le ha visto como un lastre, un impedimento para el desarrollo del campo mexicano. Por ello, durante el siglo pasado se dictaron leyes para determinar el tamaño mínimo de la parcela y para superar las restricciones del minifundio . En 1920, al emitirse las leyes de restitución y dotación de ejidos, surgió inmediatamente la cuestión del tamaño de la superficie de tierras con que irían a ser beneficiados los ejidatarios. “En la primera ley de ejidos de 1920 se estableció que el mínimo de tierra debería ser tal, que pudiese producir a cada jefe de familia una utilidad diaria equivalente al duplo del jornal medio de la localidad”. El Reglamento de 1922 define que la unidad de dotación debería de ser de tres a cinco hectáreas en los terrenos de riego o humedad; de cuatro a seis hectáreas en los terrenos de temporal con buen temporal y de seis a ocho hectáreas en los terrenos de temporal de otra clase. El Código Agrario de 1934 estableció un tamaño invariable para la parcela ejidal, de cuatro hectáreas de riego o su equivalente en otra clase de tierras; en 1942 se fijó en seis hectáreas de riego y 12 hectáreas de temporal; para 1946 se amplió la unidad de dotación ejidal a mínimos de diez hectáreas de riego o 20 de temporal o sus equivalentes en otra clase de tierras, disposición que se mantuvo hasta 1992. En 1992, con las modificaciones al Artículo 27 Constitucional y la expedición de la Ley Agraria , uno de los principales problemas que se quería superar era la pulverización de la tierra, ya que se consideró como una limitante para la producción y para que los productores tuvieran bienestar. En la exposición de motivos se señaló que “combatir el minifundio es una acción de justicia social”. Persistencia del minifundio. En el 2009, a pesar de todas las disposiciones legales anteriormente señaladas y a la ausencia de políticas dirigidas al desarrollo del minifundio, es la unidad de producción más generalizada en el campo mexicano. Actualmente, de acuerdo con el VIII Censo Agrícola, Ganadero y Forestal, existen 2 millones 688 mil 611 UP con menos de cinco hectáreas, que representan 71.6 por ciento del total. Estas UP se han multiplicado y han resistido todas las disposiciones legales en su contra y la falta de apoyo gubernamental. Su crecimiento en 80 años es del 708.7 por ciento, al pasar de 332 mil que existían en 1930, a 2.6 millones de unidades en el 2007. En los 20 años pasados el minifundio, en lugar de revertirse como pretendían las reformas de 1992, se acentuó y mantiene una tendencia creciente. De 1992 al 2001 la superficie parcelada de los ejidatarios pasó de 9.1 a 8.5 hectáreas y para el 2007 había disminuido a 7.5. En 16 años los predios de ejidatarios y comuneros perdieron el 21 por ciento de su tamaño. Si el análisis se realiza por el total de superficie de las UP, se tiene que pasó de 24.6 a 19.4 hectáreas . Es decir, el predominio de las UP menores a cinco hectáreas existe en ambos regímenes de propiedad, incluso se encuentra más acentuado en la propiedad privada, representa el 62 por ciento de las UP mientras que en tierras ejidales es el 50 por ciento. El predominio de las unidades pequeñas va más allá del tipo de propiedad. Hora de cambiar. Ya fueron suficientes 80 años de combatir a las unidades pequeñas menores a cinco hectáreas. Es el momento de cambiar de paradigma y no verlas más como un lastre para el desarrollo del campo mexicano. Este tipo de unidades no van a desaparecer en los próximos años, ya nos demostraron que son un hueso duro de roer. Por el contrario, hay que dirigir todos nuestros esfuerzos para que este tipo de unidad sea viable en un futuro. Estamos obligados a construir políticas acordes a las unidades de producción pequeñas, realizar investigaciones que den respuesta a sus requerimientos tecnológicos, de desarrollo humano y construir normas jurídicas que la protejan y la impulsen. El presente y futuro del campo mexicano descansa y deberá descansar, pero con otra visión y resultados, en este tipo de unidades de producción. Investigador del CEDRSSA, Cámara de Diputados [email protected] |