a mascarada que definió el sitio donde se levantará la refinería proyectada por Pemex ha revivido, entre ciertos locutores, conductores de programas y columnistas orgánicos de los medios de comunicación (y de otros traficantes de influencia) algunas de sus arraigadas y compulsivas fobias. Unas se dirigen hacia sui generis concepciones fundamentales del Estado, como la soberanía. Otras, se estacionan en los detalles temporales para el finiquito de las instalaciones programadas. Las demás no precisan de motivos, simplemente se dirigen contra uno de los actores principales del que ya es un drama petrolero: AMLO. Tan problemático embrollo se ha ido desplegado a lo largo de las pasadas cuatro administraciones federales, priístas y panistas por igual. En todas se ha tratado de entregar al capital privado, específicamente al externo, el diseño, manejo y hasta la propiedad de la que es una industria estratégica: la energética.
Para continuar la intentona entreguista de este sector de la economía y la seguridad nacionales, los interesados y sus auxiliares conexos no cejarán ni un centímetro. Regresan, acicateados por sus masivos intereses, con mayores refuerzos, nuevas tácticas, argumentos adicionales en boca de personeros con recientes contratos, aun cuando sus medios de difusión sean similares. El botín es enorme y justifica todo esfuerzo, no cabe la menor duda. No ha sido en vano el consistente empuje de la derecha. La electricidad muestra ya las grandes brechas que el capital extranjero ha abierto en el cuerpo de la Comisión Federal de Electricidad. En Pemex el contratismo reina en 80 por ciento de toda su actividad y los números futuros de sus inversiones adicionarán los progresos logrados al respecto. Sólo Chicontepec aportará una cuota inmensa en favor de las grandes empresas privadas y en la refinería proyectada se dará cabida a cuanto agente trasnacional pueda encontrarse disponible.
El ataque repetido se empecina en denostar a todo lo que se cruce en el ascendente camino trazado por las trasnacionales de la energía y que resuena y se agranda por cuenta de los ya bien conocidos agentes promocionales internos. ¿Acaso se ensancha la soberanía por el griterío de las adelitas y los juanes que protestaron en las calles y que, finalmente, detuvieron la iniciativa privatizadora del señor Calderón?, arguyen con furia apenas contenida. No, concluyen con fingida serenidad y sapiencia, la soberanía se debería asegurar con la construcción de dos o más refinerías, tal como propuso el señor Calderón, con el auxilio del capital privado (siempre se evita el complemento obligado de trasnacional). Eso hubiera dado pie a una acepción moderna, realista, de soberanía y no la trasnochada parrafada que insiste en ese nacionalismo anticuado, concluyen los abogados de las causas seudomodernizadoras. Se olvidan de los ejemplos señeros por la probada estulticia de los argumentos esgrimidos para entregar el sistema de pagos al exterior. Banco tras banco, vendido con las evasiones impositivas correspondientes, los premios a los socios internos, los apoyos a los partidos afines (PRI y PAN) y el traslado de los costos a los usuarios y contribuyentes.
Alguien puede afirmar, con sanas y fundadas razones, ¿en qué han contribuido esas empresas financieras al crédito para la industria, al comercio, a los servicios o al campo? Y por esta ruta se citarían otras deficiencias notables en la siderurgia, las minas, los ferrocarriles, grandes partes de la actividad productora de alimentos, las carreteras, los puertos y aeropuertos. Todos ellos presentados como casos alentadores de la modernización del aparato productivo, pero que resultaron auxiliares directos de la actual crisis, del desbalance en la justicia distributiva y la desintegración industrial que tanto debilita las cuentas externas.
La soberanía, se sostiene sin aparente pendencia o destinatario, es precisamente ésa que se basa en la fuerza de una economía integrada a la globalidad, tal como la han amarrado esos sectores de la producción en manos extranjeras, deberían citar para concluir sus alegatos. Frente a esa clase de pronósticos y conclusiones mal intencionadas de la derecha más retardataria, había que seguir afirmando, con ejemplos y números claros, la imposibilidad de alcanzar un desarrollo independiente y soberano cuando se tienen tan defectuosas cuentas con el exterior. Entregar los sectores estratégicos de la economía no ha hecho más que debilitar la planta productiva propia. México cae y recae en lento o nulo crecimiento y déficits constantes y crecientes en sus intercambios externos haciendo nugatorio todo proceso de crecimiento sostenido.
Se requiere, ahora y de nueva cuenta, solicitar el respaldo del Tesoro estadunidernse (Swaps) y del Fondo Monetario Internacional para dizque garantizar la sanidad de la macro economía nacional. Se vuelve a la inveterada costumbre de usar esos recursos para salvar a empresarios ineficientes, irresponsables, a costa de la hacienda pública y el castigo a los pagadores de siempre: ese pueblo al que no le reconocen bondad alguna y siempre olvidan en sus columnas, encuestas, análisis y ataques.
A todos estos apuestos y creíbles
miembros de la opinocracia oficialista habría que recordarles la frase que Barack Obama usó repetidamente en su campaña y que difundiera, de nueva cuenta, en su reciente visita: el cambio, para darse, tendrá que salir de abajo hacia arriba. Ése que se pretende filtrar, con micrófonos auxiliares, desde las cúspides decisorias, recala, solamente, en una injusta inmovilidad social y cultural. Los grupos oligárquicos mexicanos están en la suya. Intentan detener esa práctica democracia que se está esparciendo desde abajo. Una, ahora sí, moderna acepción popular, base efectiva de esa otra soberanía tan poco apreciada desde el poder establecido.