unque sobre escribirlo, lo haré: las vacunas son uno de los grandes descubrimientos de la ciencia médica. Aunque también sobre escribirlo, lo repetiré: la industria farmacéutica debería manejarse con reglas éticas transparentes y que velen en la misma medida por el interés de los seres humanos como por sus beneficios económicos. Y, como no sobra plagiarme, insisto: son los médicos y las corporaciones de salud las responsables de leer entre líneas lo que la ciencia ofrece y lo que la publicidad de las farmacéuticas dice y no dice. El quid del problema es muy complejo: la realidad de las enfermedades contra los intereses de las farmacéuticas.
He escrito en dos ocasiones acerca de una pandemia denominada Disease mongering –urdir, inventar o crear enfermedades
–, atribuida a la publicidad de medicamentos en los medios de comunicación masiva. Urdir enfermedades significa convertir al sano en enfermo, al poco enfermo en muy enfermo, y los síntomas en enfermedades. La publicidad de esas ideas es responsabilidad de algunas farmacéuticas; la responsabilidad debería tener dos filos: el ético y el comercial. Eso menguaría la desazón de muchos médicos y organizaciones no gubernamentales hacia las compañías farmacéuticas. Hasta ahí el pretexto, que de pretexto se ha convertido en tarea, para hablar nuevamente acerca de las vacunas diseñadas contra el virus del papiloma humano (VPH).
Son dos los escenarios. El sano es el triunfo de la ciencia. Como expliqué la semana pasada, existen dos vacunas diseñadas para la profilaxis (prevención) de las infecciones por VPH; ambas actúan contra los tipos de VPH 16 y 18, causantes de 70 por ciento de los casos de cáncer cervical invasor y en menor proporción de cáncer anogenital. Las vacunas previenen totalmente la aparición de lesiones relacionadas con los tipos 16 y 18 en mujeres antes de que inicien su vida sexual, pero –y éste es uno de los incisos más importantes– la persistencia de anticuerpos (las defensas que crea el cuerpo contra los virus) dura sólo siete años. Si se vacuna a las jovencitas, como se sugiere, entre los 10 y 14 años, la protección probablemente finalizará siete años después
En México la prevención del cáncer cervical es prioridad. El documento elaborado por el Comité Asesor Externo para la Definición de la Política de Vacunación contra el VPH en México, Recomendaciones, y auspiciado por diversas instancias de salud, explica bien las razones: “Durante los últimos 25 años en México se han presentado oficialmente más de 100 mil muertes por cáncer cervical y a partir del año 2006 se constituyó como la segunda causa de muerte por tumores malignos en la mujer…” El mismo comité sugiere que después de evaluar el costo de la vacuna y su efectividad para prevenir el VPH es mejor retomar la prevención por medio de la prueba de Papanicolau; explica, además, que existe una fuerte presión de la industria farmacéutica en países con ingresos medios para incorporarla como una política de salud
. El mismo documento sustenta que para considerar que el costo de la vacuna sea acorde con el beneficio el precio debería ser menor de 18 dólares (precio estipulado antes de la devaluación disparada por el gobierno de Felipe Calderón; ahora, el precio sería, aproximadamente, de 25 dólares).
El segundo escenario es insano. Expongo dos circunstancias. Primera. El cáncer en cuestión es reflejo de la pobreza perpetuada por los gobiernos de nuestra nación y por los hurtos de la mayoría de los políticos afincados en el poder. Segunda. Las compañías farmacéuticas deberían tener la obligación de explicar en folletos adjuntos, tanto para lectura individual como institucional, cuatro circunstancias: el costo supera el beneficio; los anticuerpos persisten sólo siete años, por lo que se ignora si se requerirán nuevas vacunaciones o si las mujeres contraerán cáncer cervical cuando desaparezcan los anticuerpos; el perfil de seguridad no es absoluto y, por último, deberían subrayar que entre 40 y 50 tipos del VPH son cancerígenos, de los cuales las vacunas protegen sólo contra dos de ellos.
En este entramado debe agregarse que las vacunas en cuestión son las más caras en la historia –aproximadamente 180 dólares cada una–, que en algunos países se han utilizado para hacer campaña política y que los gastos de la vacuna, a nivel gubernamental, se podrían utilizar mejor en otros rubros sanitarios, incluyendo, por supuesto, la prueba de Papanicolau.
Hay quienes afirman que las farmacéuticas gastan más en propaganda que en investigación. Ignoro si esa afirmación es correcta o no. Lo que sí es cierto es que este vicio es viejo. El novelista Henry James en el siglo XIX denominó a las personas encargadas de promover medicinas, Nostrum mongers –nostrum (panacea), monger (comerciar con)–, y su hermano, el sicólogo William James, enojado por la abominación que incluían las propagandas médicas, declaró en 1894: los autores de esas propagandas deberían ser tratados como enemigos públicos y no tener piedad
. El James novelista creó un término genial; el James sicólogo exageró. No sé si mucho.