ste es claramente un muy mal momento económico. Los datos del desempeño de la producción, del empleo, el endeudamiento, el crédito y el comercio exterior son, mes con mes, cada vez más desfavorables.
La caída de la actividad industrial, por ejemplo, que fue el sustento del magro crecimiento de los últimos años, va en caída libre, lo que, además, provocará una mayor desarticulación del sector y un efecto adicionalmente desfavorable para las pequeñas empresas. Se requerirá de mucho tiempo y de recursos, así como de nuevas visiones de la política pública para restituir al mínimo las bases de un nuevo crecimiento.
A estas alturas se estima que se perderán en el país más de un millón de empleos. Y eso que apenas empezamos el segundo trimestre del año. Las condiciones laborales cada vez más difíciles se enmarcan, además, en una gestión oficial dura, cuya manifestación más reciente es Cananea.
El famoso bono demográfico por el que transita ahora esta sociedad se va a desperdiciar brutalmente, ya que los nuevos entrantes al mercado de trabajo están totalmente bloqueados.
Ésta es la verdadera dimensión de la crisis, es decir, no sólo el recuento de los malos resultados de las variables económicas, financieras y sociales, sino su proyección en el tiempo y el debilitamiento que conllevan las condiciones generales. Hay que tener en cuenta que la manifestación agregada o macroeconómica de la crisis se sustenta en las condiciones de empresas y familias concretas, y que están en un proceso de fuerte deterioro.
Hay una pregunta que debe rondar por la cabeza de los ciudadanos en general, y que tendrá diversas formas de expresarse según las actividades en que se ocupen o, mejor dicho, en muchos casos, en las que no se ocupen. Esa cuestión tiene que ver con la capacidad y los intereses que mantienen quienes gobiernan, legislan, administran la justicia o dirigen organizaciones de tipo corporativo. De modo más amplio este asunto se asocia con el tremendo desgaste del orden institucional y de los acuerdos sociales en el país.
El mal momento económico no durará poco tiempo, sino que se extenderá aun por muchos meses, será más profundo de lo que hasta ahora estiman en Hacienda y el Banco de México, y tendrá una extensión muy grande en la capacidad de proveer bienes y servicios, en la configuración del mercado de trabajo, con una mayor informalidad, y en la posición financiera del gobierno.
La única política económica visible en medio de la crisis es la que aplica el Banco de México en el terreno monetario. Ésta se orienta de manera casi exclusiva a sostener el tipo de cambio y revaluar el precio del peso frente al dólar. Al mismo tiempo se rebajan las tasas de interés para aminorar las presiones de la inflación y alentar un crédito que no fluye por las condiciones recesivas prevalecientes.
Ese asunto se vincula en buena medida con el fuerte endeudamiento en dólares de las grandes empresas del sector privado. Es, sin duda, una gestión que está al filo de la navaja, significa grandes riesgos y no se podrá sostener mucho tiempo, por lo que tendrá un rebote que puede nulificar las ventajas que se piensa derivar en el corto plazo. A todo eso se suma el tiempo de las elecciones de medio término que ocurrirán en unas cuantas semanas. El peor momento político para hacerse cargo de la crisis.
Este sistema político, con los arreglos y desarreglos que lo definen, y que parecen inmunes a cualquier declaración de cambio que haga desde derechas e izquierdas, es un aparato cada vez más disfuncional e ineficiente. Sólo conviene a los partidos y a quienes viven de ellos y forman extensas ramificaciones.
Y quienes viven de ellos son, en gran parte, una carga pública demasiado onerosa para un país en el que no se genera suficiente riqueza, donde ésta se distribuye de modo tan inequitativo junto con el ingreso y en el que persisten altos niveles de pobreza.
La democracia que se ha ido forjando en México, lejos de ser capaz de modificar el modo de operar del sistema político-económico, se ha ido adaptando a sus crónicas distorsiones de una manera muy eficaz para quienes devengan sus réditos.
Juntas, la crisis económica y la inoperancia política, ponen al país en una situación muy vulnerable. Esta situación persiste ya por casi tres décadas y no se puede sacudir y modernizar para aprovechar las situaciones de bonanza como las que ha generado ya en dos ocasiones el petróleo, y, menos aún, para absorber de modo menos salvaje las de crisis.
Ni la fugaz visita de Obama ni las promesas ofrecidas al gobierno mexicano van a cambiar significativamente las cosas. El entusiasmo de los voceros de la radio y la televisión por este acto político y social fue otro mal momento adicional. Sólo pone en evidencia el carácter de nación provinciana que se ha creado y así nos va a ir.