on motivo de mi colaboración en el gobierno legítimo como secretario de Justicia y Seguridad, he tenido ocasión de conocer diversos casos de jóvenes que son involucrados en delitos graves o aparentemente graves, por los cuales van al reclusorio y soportan procesos judiciales sin derecho a libertad causional.
Muchos casos son hechos inventados o exagerados por los policías que buscan obtener las recompensas que sus jefes les dan si logran detenciones importantes; en mi colaboración anterior para la sección Capital de La Jornada, mencioné el caso de una joven que en una discusión sin importancia, sobre un juego de futbol, arrebató una playera con un valor ínfimo al simpatizante de un equipo rival y fue detenida por granaderos, puesta a disposición del Ministerio Público y luego consignada por robo agravado en pandilla; llegó al timorato juez que le dictó auto de formal prisión y con ello convirtió una travesura, que merecía cuando mucho una reprimenda o un arresto de pocas horas, en una tragedia para la vida de una estudiante de 18 años.
He sabido de otros casos en los que los policías que intervienen en discusiones o pleitos entre taxistas y sus pasajeros aconsejan a los primeros para que acusen a sus rivales en una pelea intrascendente, de asaltantes en transporte público, que también constituye una agravante y por tanto incremento de la pena y prisión preventiva por largos meses, en tanto que se acredita la verdad.
Lo anterior, hace que en las cárceles abunden jóvenes, mujeres y hombres, que entran a un verdadero calvario por actos que pueden ser antisociales, pero que no merecen una pena como la que los muchachos y muchachas reciben en los reclusorios. Es indispensable que las autoridades de seguridad pública, procuración de justicia y judiciales sean muy cuidadosas en los asuntos en los que sale peor el remedio que la enfermedad. La sociedad pierde mucho si un estudiante o un joven trabajador es segregado de su entorno familiar, para quedar rodeado de un ambiente dañino en alto grado para su formación, costoso para su familia en grado extremo, y todo por la aplicación rigorista y sin criterio de disposiciones destinadas a verdaderos delincuentes y no a personas que cometen errores, que no son asesorados debidamente o que, de ser responsables, deben pagar en justicia, pero sin excesos.
Es más valioso socialmente que una muchacha o un muchacho reciban asesoría adecuada de la defensoría de oficio y del Ministerio Público en forma oportuna a que tengan que padecer, ellos y sus familias, un verdadero drama que se prolonga por largos y angustiosos meses y a veces años.
Mucha razón tiene el rector de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, Manuel Pérez Rocha, al señalar lo grave que es que en la capital del país se queden sin acceso a la educación superior más de 200 mil aspirantes; nuestros dirigentes sociales deben poner mayor atención en una política preventiva, que pasa necesariamente por la educación y reducir las acciones represivas que tan graves daños causan a las personas, en particular, y a la sociedad en su conjunto.