ay dos visiones generales del recambio civilizacional al que nos orilla la Gran crisis: la de quienes siguen pensando, como los socialistas de antes, que en el seno del capitalismo han madurado los elementos productivos de una nueva y más justa sociedad que habrá de sustituirlo mediante un gran vuelco global, y la de quienes vislumbran un paulatino –o abrupto– proceso de deterioro y desagregación, una suerte de hundimiento del Titanic civilizatorio al que sobrevivirán lanchones sociales dispersos. La primera opción, una versión socialista o altermundista de las promesas del Progreso, ha sido objetada por visionarios como Samir Amin e Immanuel Wallerstein, para quienes la historia enseña que la conversión de un sistema agotado a otro sistema contenido en germen en el anterior ha consistido en pasar de un orden inicuo a otro, de un clasismo a otro clasismo, de modo que la decadencia o desintegración
son más deseables que una transición controlada
(Immanuel Wallerstein, Impensar las ciencias sociales. Editorial Siglo XXI, México 1998, p. 27). El hecho es que –mientras vemos si cambiamos de timonel o de plano hundimos el barco– en las últimas décadas proliferó en las costuras del sistema un neoutopismo autogestionario hecho a mano que busca construir y articular plurales manchones de resistencia, tales como economías solidarias, autonomías indígenas y toda suerte de colectivos en red. Estrategia que tiene la posmoderna
virtud de que no parte de un nuevo paradigma de aplicación presuntamente universal, sino que adopta la forma de una convergencia de múltiples praxis (Euclides André Mance, Redes de colaboración solidaria. Aspectos económico filosóficos: complejidad y liberación. Universidad de la Ciudad de México, México, 2006. Boaventura de Sousa Santos y César Rodríguez, Para ampliar el canon de la producción
en Desarrollo, eurocentrismo y economía popular. Más allá del paradigma neoliberal. Ministerio para la Economía Popular, Caracas, 2006).
El sujeto. Sin sujeto no hay crisis que valga. Los desórdenes que socavan al neoliberalismo, al capitalismo en cuanto tal, a la propia sociedad industrial y al imaginario de la modernidad conformarán una crisis civilizatoria si, y sólo si, las víctimas asumimos el reto de convertir el magno tropezón sistémico en encrucijada societaria. Los tronidos y rechinidos de la máquina de vivir y el descarrilamiento de la locomotora productiva plantean preguntas acuciantes, interrogantes perentorios, pero la respuesta está en nosotros.
Jürgen Habermas nos recuerda que tanto en la medicina como en la dramaturgia clásica el término crisis se refería al punto de inflexión de un proceso fatal
y aun si en las disciplinas en que el concepto debutó el curso de la enfermedad o del destino se imponían, la noción de crisis “es inseparable –dice Habermas– de la percepción interior de quien la padece”, de la existencia de un sujeto cuya voluntad de vivir o de ser libre están en juego. “Dentro de la orientación objetivista –continúa– no se presentan los sistemas como sujetos; pero sólo éstos (...) pueden verse envueltos en crisis. Sólo cuando los miembros de la sociedad experimentan los cambios de estructura como críticos para el patrimonio sistémico y sienten amenazada su identidad social, podemos hablar de crisis” (Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío. Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1975, p. 15-18).
Primeras insurgencias. A mediados de 2008 tuvimos un evento de la crisis alimentaria porque a resultas de la carestía de los granos básicos se presentaron emergencias sociales contestatarias en más de 30 países, entre ellos Argentina, Armenia, Bolivia, Camerún, Costa de Marfil, Chile, Egipto, Etiopía, Filipinas, Madagascar, México, Pakistán, Perú, Somalia, Sudán, Tajikistán, Uganda, Venezuela. Movilizaciones que en el caso de Haití, donde el precio del arroz se duplicó en una semana, dejaron varios muertos, decenas de heridos y la caída del gobierno. Los desórdenes ambientales, que por su propia índole son de despliegue relativamente lento y duradero, han ido configurando una crisis con el surgimiento del movimiento ambientalista en la segunda mitad del siglo pasado. Los éxodos trasnacionales y la creciente presencia de migrantes indocumentados en las metrópolis pasaron de dato demográfico a crisis social cuando 3 millones de personas, mayormente transterradas de origen latino, se movilizaron en las principales ciudades de Estados Unidos en defensa de sus derechos. Y la crisis económica es crisis económica, no tanto porque hay semblantes angustiados en la bolsa de valores cuando caen el Dow Jones o el Nikei, como porque millones de personas aquejadas por el desempleo, las deudas y la pérdida de su patrimonio comienzan a manifestarse en la calle, como sucedió en las masivas jornadas de protesta y en defensa de los puestos de trabajo y la capacidad adquisitiva del salario, escenificadas en Francia el 29 de enero y el 19 de marzo de 2009.
Y es que las crisis convocan al pensamiento crítico y la acción contestataria. O, mejor dicho, el desarreglo sistémico deviene crisis en la medida en que involucra la praxis de los sujetos. Protagonistas del drama que son a la vez constituidos y constituyentes de la crisis.
En esta perspectiva, la debacle ambiental, alimentaria, energética y migratoria, a la que hoy se añade la depresión económica, conforman una crisis sistémica en tanto han congregado ya una amplísima gama de discursos cuestionadores que ven en ella el fin de la fase neoliberal del capitalismo. Pero en este diálogo se escuchan igualmente las voces de quienes pensamos que la devastación que nos rodea resulta del pecado original del gran dinero: la conversión en mercancía de un orden humano-natural que no puede reproducirse con base en la lógica de la ganancia; de quienes creemos que si para salvarse de sus propios demonios el capitalismo deja definitivamente de ser un sistema de mercado autorregulado, también deja de ser capitalismo y entonces el reto es desarrollar nuevas formas de autorregulación social; de quienes sostenemos que lo que se desfondó en el tránsito de los milenios no es sólo un mecanismo de acumulación, sino también la forma material de producir y consumir a él asociada, el sistema científico tecnológico y la visión prometeica del progreso en que deriva, el sentido fatalista y unilineal de la historia que lo sostiene...
Si, a la postre, éstas son las percepciones dominantes, entonces –y no antes– estaremos ante una crisis civilizatoria.