|
||||
Dinero llama Dinero “El grito que ahora resuena de una punta a otra del
mercado es: “Los denarios no huelen”, espetó el emperador Vespasiano a los romanos que hacían chistes guarros a costa su impuesto a los mingitorios. Y es verdad: emancipado del olor, textura y sabor de los valores de uso a los que representa en tanto que son mercancías, el medio de cambio universal adquiere metafísica vida propia. Pero no sólo eso, a la larga en vez de que su flujo acompañe al de la producción material ésta acaba uncida al fantasmal movimiento del dinero. La feria, la guita, la mosca, la marmaja sirve para muchas cosas: es medida del valor, equivalente universal, medio de pago... pero no es una mercancía como las demás. “El dinero no tiene precio”, escribió Marx, y cuando se le empieza a comprar y vender al margen de la producción y circulación efectivas, cuando la esfera de las finanzas se alebresta saliéndose de madre, la economía sufre. Lo dijo Aristóteles: “La usura es odiada, y con toda razón, pues aquí el dinero es fuente directa de lucro y no se le emplea para lo que se inventó. Pues el dinero se creó para el cambio de mercancías y el interés... es dinero de dinero, es decir la más antinatural de todas las ramas del lucro”, y lo repitió Marx : “En el capital a interés la fórmula dinero-mercancía-dinero incrementado se reduce a los dos extremos escuetos: dinero que se cambia por más dinero, lo que contradice la naturaleza del dinero”. Esto fue lo que ocurrió durante las tres décadas de libertinaje financiero que culminaron en la megacrisis que nos tiene contra las cuerdas: por un tiempo el dinero fue abundante y barato de modo que la economía se expandió con base en endeudamiento excesivo. Pero la mecánica del negocio financiero “normal” es muy semejante a la permanente huida hacia delante en que consiste la estafa de Madoff, de modo que con tal de colocar más y más dinero se apalancó a personas insolventes y a mayor riesgo mayores eran las tasas de interés, pero cuanto más elevadas eran las tasas mayor era el riesgo de que el deudor cayera en mora... Y así hasta que los intereses se volvieron impagables y se derrumbó el mercado de dinero, debacle financiera que se trasmina a la llamada “economía real” y de ahí a la vida de la gente. Ante la crisis socio-ambiental muchos alegamos que el hombre y la naturaleza no son mercancías. Ahora, con la debacle económica, habrá que enfatizar que tampoco el dinero lo es. A mediados del siglo XX Karl Polanyi formuló juicios que nos caen como ataúd al muerto: “El punto es que el trabajo, la tierra y el dinero son elementos esenciales de la industria y deben ser organizados en mercados. Pero el postulado de que todo lo que es comprado y vendido debe haber sido producido para la venta es falso respecto a ellos. El trabajo es solamente otro nombre de la actividad humana, la tierra es otro nombre de la naturaleza, el dinero es un símbolo del poder adquisitivo. Permitir que el mecanismo del mercado sea el único director de la suerte de los seres humanos, de su medio natural y aun del monto y uso del poder adquisitivo, terminaría en la demolición de la sociedad. En particular la administración del poder adquisitivo por el mercado liquidaría periódicamente la iniciativa comercial ya que las faltas y excesos de dinero resultarían tan desastrosos para los negocios como las inundaciones y sequías para la sociedad primitiva”.
Y es que si tras del mercado de fuerza de trabajo subyace una relación de explotación, tras del mercado de dinero se esconde la especulación. Perversidad intrínseca que sólo se redime cuando los llamados servicios financieros dejan de ser un negocio en sí mismo y se someten a las necesidades de la producción y del consumo. El desencuentro espaciotemporal entre los requerimientos y la disponibilidad de los recursos económicos hace del crédito palanca imprescindible de la economía de mercado. Pero así como el empleo de los recursos sociales y naturales debe sujetarse a consideraciones que no son sólo las del lucro sino las de la reproducción del hombre y el medio, la operación del dinero a interés no puede responder únicamente a la rentabilidad financiera sino también y fundamentalmente a los requerimientos de la producción y el consumo. Como la de los bienes colectivos naturales y sociales, la de los servicios financieros debe ser una economía moral, pues en rigor la única banca legítima es la banca de desarrollo. El marcado desencuentro temporal entre ingresos y egresos propio de una actividad estacional como la agropecuaria, se agrava en el caso de los pequeños productores rurales que empujados por la necesidad de sobrevivir terminan pagando más que otros demandantes tanto por los bienes de consumo, como por los insumos productivos y por el dinero a crédito, porque es sabido que la banca comercial no apalanca a los campesinos y que los usureros les cobran intereses desmesurados. Pero los servicios financieros son de vida o muerte para las familias rurales no sólo en los ámbitos de la producción y la comercialización sino también en los del ahorro y el consumo, diversidad de actividades que en su caso se entreveran configurando una lógica reproductiva unitaria distinta tanto de la que rige en la empresa privada como de la que opera con el consumidor asalariado. El Banco Grameen, de Bangladesh, que trabaja principalmente con mujeres, atiende a más de dos millones de familias campesinas sin tierra dispersas en 34 mil poblados y tiene tasas de recuperación del 98 por ciento, las instituciones financieras rurales (IFR) de Indonesia y las múltiples cajas de ahorro y préstamo que operan en México pueden considerarse exitosas no tanto por que tienen viabilidad financiera y no dependen de subsidios por subsistir, como por que gracias a ellas han mejorado las condiciones de vida y trabajo de sus clientelas. Si estos organismos financieros funcionan satisfactoriamente es porque responden a una lógica de economía moral y porque se apoyan en una organicidad rural preexistente sin cuyos recursos no habrían podido resolver con solvencia los problemas derivados del alto riesgo e incertidumbre consustanciales a la pequeña producción rural, así como las tensiones provocadas por los altos costos de transacción que supone el número, dispersión, pequeñez y diversidad de requerimientos de los solicitantes. Y sus aportes no consisten sólo en facilitar la producción y el consumo mejorando el ingreso monetario de las familias, sino también en una serie de beneficios que para los socios son esenciales y no las “externalidades” que dicen los economistas: fortalecimiento de la autoestima y de organización social, empoderamiento de las mujeres que son las principales usuarias, desarrollo de servicios de salud, saneamiento ambiental, acceso a los alimentos, vivienda, educación, capacitación. Avances que se facilitan si las IFR van acompañadas de políticas de desarrollo rural y fomento agropecuario de las que son palanca. Armando Bartra |