ace algunos años, André Glucksmann, el caprichoso filósofo francés, publicó un libro provocador que tituló: La tercera muerte de Dios. En la historia y esencialmente en Europa, el autor sostiene que se han producido tres defunciones de Dios.
La primera, Cristo murió en la cruz hace más de 2 mil años; la segunda se va gestando desde el Renacimiento y culmina en las obras de los pensadores del siglo XIX, como Feuerbach, Marx y principalmente Nietzsche, quien acuñó la emblemática expresión: ¡Dios ha muerto!
La tercera muerte de Dios, según Glucksmann, se genera en la cultura contemporánea a partir de la indiferencia respecto de Dios como referencia en la vida cotidiana de los ciudadanos europeos de finales del siglo XX y principios del XXI.
Si Dios muere en el mundo europeo, florece de manera compleja e imprecisa en otras latitudes, incluso bajo el signo del fundamentalismo. Dios como paradoja; por un lado, las sociedades experimentan una secularización persistente, que estimula agudas crisis en las instituciones religiosas y en la pérdida de su influencia en la sociedad; por otro lado, pululan los síntomas de avivamiento del factor religioso, florecimiento de nuevos movimientos religiosos y sectas, la atracción por filosofías orientales en Occidente, especialmente el budismo; en las profundidades de las culturas populares emergen viejos y nuevos chamanismos o sincretismos heréticos, como es el caso del culto en México.
Dios había sido un lugar, hasta la modernidad, una figura más que simbólica del pensamiento que representaba la realidad como verdad; delimitaba irreprochablemente lo prohibido y lo admisible; el pecado y el castigo, el bien y el mal.
La muerte de Dios es una vieja expresión intelectual del racionalismo que sintetiza la forma en que las personas ya no son capaces de creer en los grandes relatos de las iglesias y ponen en cuestión los valores absolutos y las leyes universales de la moral, es decir, el Dios sancionador como referencia ha pasado a la obsolescencia.
Experimentamos, por tanto, un largo e inquieto periodo en el cual las viejas categorías de comprensión de los fenómenos sociales e históricos son insuficientes. La cultura contemporánea está marcada por la búsqueda de los individuos por su realización propia; esta búsqueda es sufrida porque se tiene conciencia de la precariedad del mundo y de que se vive en sociedades de riesgo. Por ello, en términos sociológicos, la llamada muerte de Dios debe entenderse como un proceso de recomposición de lo religioso en movimientos culturales más vastos y densos de redistribución de las creencias en las sociedades contemporáneas, cuya existencia estructural está fundamentada en el continuo cambio, en la transformación y la incertidumbre.
La tecnología, el mercado, la enorme incidencia de los medios de comunicación, el consumo, la violencia, la inseguridad y el constante cambio alteran los conceptos tradicionales y de representación social, así como las nociones natural y artificial, vida y muerte, tiempo y espacio.
Frente a la incertidumbre, al riesgo, a identidades relativas, se levanta una sensación de crisis cultural y de rumbo. Aquí es donde lo religioso, más que sus estructuras administrativas, parece ofrecer sentidos a la sociedad que siente haber perdido referencias centrales.
Los sentimientos religiosos se han avivado, especialmente la espiritualidad en años recientes; en cambio, la credibilidad en las estructuras e instituciones religiosas se ha debilitado. La existencia y permanencia social de Dios ha provocado en algunos teóricos hablar de la desecularización o en la revancha de Dios, que incluso irrumpe en la construcción del orden político y en otras viene bajo el fundamentalismo integrista.
La fe y la cultura no deben confundirse como se vivía en las sociedades sacrales. Una de las conquistas más importantes de la modernidad sobre la vieja cristiandad fue separar las especificidades propias de instituciones y actores, de tal suerte que la religión no se colocara por encima de la sociedad, sino en su propia dinámica, es decir, en el corazón mismo de la sociedad.
Teniendo como trasfondo este proceso de muerte y resurrección de Dios en nuestra cultura contemporánea, el sociólogo brasileño Luiz Alberto Gómez de Souza acaba de escribir un libro en Río de Janeiro, titulado: Uma Fé exigente, Uma Política realista, en el que deplora el actual falso debate entre un absolutismo abstracto, principista, inflexible y dogmático, frente a un relativismo igualmente abstracto que desconfía no sólo de las raíces de la cultura, en los principios sociales, sino en la naturaleza propia de la dimensión normativa.
El absolutismo antirrelativista es encarnado por el papa Benedicto XVI, quien tiene enormes dificultades para responder de manera concreta a situaciones reales nuevas y viejas de la cultura; se opone a políticas concretas en nombre de exigencias absolutizadas. De ahí, la necesidad imperiosa, nos dice Gómez de Souza, de un debate libre y honesto, sin miedos y sin temas congelados en una sociedad pluralista y democrática en la que los principios de cualquier religión no prevalezcan sobre el conjunto de la sociedad y donde la fe pueda convivir en un clima de libertad y osadía.
Podemos decir que a las muertes de Dios le suceden resurrecciones. Dios no muere, se transforma culturalmente con la sociedad porque es una parte viva de las culturas; se seculariza porque forma parte de la misma realidad terrenal. Lo religioso, por lo menos de este lado del mundo, nunca se ha ido, como tantas veces se anunció, porque si efectivamente Dios muere es porque ha triunfado el desencanto absoluto y el tedio.