l presidente Obama visitará pronto México, nuestro vecino del sur, lo que es una buena noticia considerando los problemas que ocurren a lo largo de la frontera entre los dos países. De hecho, en la relación entre Obama y el presidente mexicano Felipe Calderón podría estar la clave para resolver los muchos problemas que impactan a ambos países en lo interno: la economía y la violencia relacionada con las drogas, desde luego, pero también la inmigración.
Una de las percepciones erróneas del debate sobre inmigración en Estados Unidos es que la aprobación por el Congreso de una iniciativa en la materia sería la bala mágica que abatiría al dragón de la inmigración indocumentada. Si bien tal iniciativa es indispensable para una solución a largo plazo y más temprano que tarde se debe actuar al respecto, es necesario entender que la respuesta humana y duradera a esta exasperante cuestión social reside en la cooperación regional, si no global, entre los estados nacionales. La inmigración no es solamente un asunto interno, sino de relaciones exteriores.
Si el mundo es un mercado, entonces los migrantes y su trabajo ayudan a generar el producto y surtir los anaqueles. En otras palabras, si bien las naciones económicamente poderosas cuentan con el capital, los migrantes ayudan a llenar los empleos necesarios para convertir el capital en utilidades. Este papel tan importante en el orden económico mundial debería tener un lugar de honor y gozar de las protecciones legales y laborales adecuadas. Sin embargo, en Norteamérica, Europa y la mayoría de los lugares del mundo industrializado, se deja a los trabajadores migrantes sin protección legal, se les criminaliza y se les culpa de gran cantidad de males sociales.
La relación migratoria de facto entre Estados Unidos y México es un ejemplo preponderante. Los inmigrantes de México, incapaces de sostener a sus familias en su país de origen, se ven obligados a emprender un peligroso viaje hacia Estados Unidos y desempeñar tareas menores pero importantes en la economía estadunidense: lavaplatos, jornaleros agrícolas y trabajadores domésticos, por citar algunas.
Estados Unidos recibe el beneficio de su esfuerzo y de sus impuestos sin tener que preocuparse por proteger sus derechos, ya sea en el tribunal o en el lugar de trabajo. Cuando resulta conveniente, se les convierte en chivos expiatorios políticos y se les ataca tanto en la retórica como en redadas en los centros de trabajo, como si no fueran humanos.
Este sistema rinde también beneficios económicos a México, porque recibe hasta 20 mil millones de dólares en remesas al año sin tener que prestar atención a los estratos más bajos de su economía. Lo que queda es una política de vayan al norte
, que expone a los ciudadanos mexicanos al pillaje de traficantes de personas y a los abusos de oficiales de la ley corruptos, y a una muerte potencial en el desierto.
Los perdedores en este juego de la globalización son, por supuesto, los propios migrantes, quienes carecen de poder político y son incapaces de defenderse de los inevitables abusos y de la explotación. Son peones en un sistema que se alimenta de su desesperación y que expropia su ética de trabajo. Como en un juego de ajedrez, son prescindibles y están al servicio de la pieza más valiosa, el rey.
Como asunto de moral, Estados Unidos y México ya no pueden seguir obteniendo todas las ventajas, aceptando el trabajo y las remesas de esos inmigrantes sin reconocer sus derechos humanos esenciales. Es hora de que las dos naciones abandonen esta política nacional de señas y guiños
, que no está escrita en la ley pero es demasiado real.
Lo que deben hacer es reformar sus leyes nacionales sobre inmigración y aplicar las protecciones vigentes en materia laboral y de proceso justo, de modo que los migrantes puedan salir de las sombras, viajar y trabajar en forma segura y controlada. A largo plazo, se deben realizar esfuerzos conjuntos por promover el desarrollo en las comunidades expulsoras, de modo que los migrantes puedan permanecer en sus lugares de origen para trabajar y sostener con dignidad a sus familias.
Como mínimo, ambos gobernantes deben trabajar en garantizar que los acuerdos económicos internacionales, como el TLCAN, no devasten a las industrias que emplean trabajadores poco calificados en sus lugares de origen.
Al igual que con cualquier nuevo gobierno, hay esperanza. Obama ha expresado apoyo a una reforma de las leyes migratorias estadunidenses, así como a atender las causas de fondo de la migración, como el subdesarrollo más allá de la frontera. El presidente Calderón ha enfatizado la necesidad de crear empleos para los mexicanos pobres y ha reconocido el maltrato que reciben los migrantes dentro de su país.
Juntos, tienen la oportunidad de dar un nuevo marco al debate migratorio, en tal forma que se reconozcan los efectos de la globalización sobre el movimiento de los trabajadores al tiempo que se incorporan principios básicos de derechos humanos en el sistema. El mundo tomaría nota. También pueden recordarnos a nosotros y a la comunidad global que los migrantes, incluso los que carecen de documentos, no son mercancías que se intercambien, sino seres humanos a los que es necesario proteger.
* Obispo de Salt Lake City, Utah, y presidente del Comité de la Conferencia de Obispos Católicos de Estados Unidos sobre Migración.
Traducción: Jorge Anaya