a morgue es un sitio único. No malo. Distinto y especial. Nuestro profesor era muy reconocido en el ámbito de la medicina forense. Sin duda conocía todos los vericuetos de su profesión. Creo que nunca he conocido una persona tan brutalmente fría y distante como él. Las clases eran muy dinámicas. Algunas veces presenciábamos las autopsias y en ocasiones ayudábamos. En otras, nos encargaba escuchar las peticiones de las personas que buscaban a sus desaparecidos. Aunque teníamos prohibido intervenir, era nuestra obligación tomar notas y elaborar un reporte.
Con frecuencia nos llevaba fotografías de personas que habían muerto a consecuencia de un acto violento o de algún accidente: acuchillados, albañiles que habían caído de edificios en construcción, personas que se habían arrojado a las vías del Metro, seres aplastados en las salidas de los estadios, etcétera. Como parte de nuestro entrenamiento nos pedía que describiésemos la fotografía con todo detalle, lo cual solía ser un fracaso: no veíamos lo que deberíamos ver.
Con la finalidad de completar la materia nos invitó a la consulta médica en una de las cárceles en las cuales ejercía como médico y perito. Desde el primer día fue obvio que el credo del profesor era no creer. Todo lo que escuchaba lo descartaba de un plumazo. Ningún argumento de los reclamantes era válido. En esa consulta imperaba el descrédito y el desprecio. En ese ámbito, y bajo la jurisdicción del profesor la palabra dignidad no existía. Era difícil presenciar los interrogatorios sin sentirse incomodo, y más difícil cuando quien presentaba su denuncia era una madre joven acompañada por su hija, la cual había sido violada.
El profesor desechaba los argumentos en un santiamén. De nada servían el llanto de la madre y la angustia de la hija. Nada servía de nada. Esa consulta era la antesala de un infierno en la Tierra. Al malsano poder que impone la bata del médico se agregaba la brutal fragilidad de los pacientes o de quienes se presentaban a ese servicio. Era tal el temor en las personas que acudían a consulta, que pronto quedaban reducidas a guiñapos, a seres incapaces de argumentar o reclamar. En pocos minutos la consulta quedaba concluida y el caso cerrado. Era imposible callar. El oprobio era interminable. La desesperanza de quienes reclamaban era contagiosa.
–Maestro, ¿por qué no cree en los argumentos de la señora? Lo que cuenta parece real. La cara de su hija refleja el terror de lo vivido.
–No le creo porque todas son iguales. Todas cuentan lo mismo.
–Pero ni siquiera revisó a la hija. La madre asegura que la violaron hace dos horas. Seguramente se podrían encontrar huellas del acto.
–Me pagan por no creer.
–Pero usted no puede concluir sin al menos buscar alguna evidencia que compruebe o no lo que la madre reclama.
–Ya te dije: me pagan por no creer.
Las visitas médicas
a la cárcel eran un ejercicio de humanidad. En esos consultorios, cualquier persona, independientemente de su profesión, podría nutrir su espíritu y su agenda moral. Los atropellos eran realmente aborrecibles. Ingenuo como era, pensé que sería, si no adecuado, sí obligado mostrarle una idea que contraviniese sus dictums. En una de las últimas clases decidí compartir con él unas frases de Bertrand Russell. Me esmeré en utilizar buena letra y le entregué el papel en un sobre cerrado.
–Maestro, cuando tenga oportunidad lea esa idea. Me parece muy buena. Tiene que ver con su arte de no creer.
–Gracias. Tus bromas no son buenas.
Aunque no recuerdo con precisión las palabras de Russell, el filósofo inglés sostenía que Aristóteles se equivocó cuando aseguró que la mujer tenía más dientes que el hombre. Su error fue no haber contado los dientes de ambos
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La última clase, durante el examen final, aprendí otra lección: aunque te fustiguen es ético decir lo que se piensa. La prueba era oral. En ninguna otra materia los exámenes eran orales; algunos combinaban la parte escrita con preguntas orales. Creo que el maestro gozaba mucho al someternos a ese tipo de examen. En el encuentro cara a cara era imprescindible verlo e imposible ganar.
Como suele ser, empezó la prueba con los alumnos cuyo apellido iniciaba con la letra A, y así sucesivamente. De la J pasó a la L. Cuando llegó la M me acerqué a él y le comenté que se había saltado la K.
–No te preocupes. Sé bien el abecedario.
Los alumnos que habían sido examinados abandonaban el salón. Finalmente no tuve que esperar a la Z: Velásquez fue el penúltimo alumno y Kraus se convirtió en la letra siguiente y en la pareja obligada del profe. El salón sin otros alumnos me pareció más frío y más lúgubre que en otras ocasiones. Al igual que sus pacientes me convertí en su víctima: no recuerdo cuántas preguntas me hizo, fueron muchas, muchísimas, pero estoy casi seguro de que sólo logré contestar una.
En un acto del cual Lucifer hubiese quedado orgulloso, el maestro sacó de su saco, exactamente como se lo entregué, el sobre donde Bertrand Russell y yo habíamos pretendido iniciar un diálogo con él.
–No siga haciendo esas cosas. Váyase.
Aprobé la materia. Me imagino que me pasó para incrementar su gozo: suficiente humillación había conseguido con esa maniobra. Más palabras en algún examen extraordinario hubiesen mermado su placer.