afael Gómez El Gallo fue un torero del siglo pasado que sedujo, o más bien fue seducido por las mujeres y los toros. Él saboreó las glorias ruidosas de los héroes populares y sufrió las iras de las multitudes. En una de las ferias previas a la de Sevilla escuché en una tertulia esta anécdota que hablaba de su carácter.
Había sido Rafael invitado a cenar por rumboso ganadero (cuyo nombre me guardo por caballero) en su cortijo en las afueras de Sevilla. A la hora señalada llegó el torero vestido de andaluz y tocada con el airoso sombrero pavero sevillano, su puro Davidoff que encendió aún más el ambiente cálido de la ganadería. Fue recibido por la esposa del ganadero, mujer entrada en la madurez, vestida con sedas llenas de volantes de cuyos pliegues surgía el brazo bellamente torneado y el tetamen que se escapaba como racimo de uvas en el que caía el pelo negro brillante que cargaba el aire de sensualidad.
Pase usted don Rafael, le dijo, mi esposo ha tenido que marcharse a Madrid de urgencia y me ha suplicado que lo atendiera y si a usted no le importa lo acompañara a cenar. El divino calvo
la miraba sin hablar, ¿qué le parece un poco de música y un chatito de manzanilla? Le susurró la ganadera, al tiempo que le servía la rubia bebida y una guitarra lejana empezaba a rasgar el aire de esa extraña agridulce y voluptuosa nostalgia que hay en el fondo del cante andaluz y es el secreto de su misterio.
Como Rafael no hablaba, la ganadera insistió en lo de su marido... nuevo silencio de Rafael que la miraba y la miraba a la mira y mira. El sudor escapaba en las palmas de las manos de la mujer. La garganta achicada con espasmo de liha húmeda, las pieles encendidas al rojo vivo.
Nueva insistencia de la ganadera sobre el viaje de su marido y nuevo silencio de El Gallo con la mirada penetrante que rejoneaba los pechos en puntas. La magia de la metamorfosis de la casta de un toro, tirando cornadas de gran belleza torera. El Gallo, como en sus tardes de triunfo, se irguió, dejó el sombrero en una silla y espetó como una estocada en todo lo alto: ¡Desnúdese!, y desnudos cenaron esa noche truchas salmonadas y saltarinas, de esas que proliferan en el río Guadalquivir.