a buena noticia es que el Teatro de las Artes por fin deje de ser un elefante blanco y se convierta en sede alterna para la Compañía Nacional de Teatro (CNT) en montajes de grandes dimensiones. La mala podría ser que para ello se eligió en primer lugar un texto más lírico que dramático, Ni el sol ni la muerte pueden mirarse de frente, del autor franco-canadiense de origen libanés Wajdi Mouaward en impecable traducción de Esther Seligson, plagado de alusiones a personajes mitológicos que no siempre son reconocibles para el espectador. No parece ser cierto, como afirma la publicidad, que se regrese a los grandes trágicos griegos, lo que siempre sería un logro, un acercamiento a los clásicos en clave de actualidad. Más bien se pide que el público asista con su diccionario mitológico en ristre para ir desentrañando la pertinencia de cada personaje, lo que está indicando cada pasaje de este largo poema dramático que sigue –y antecede– a las tragedias del ciclo tebano. Pongo un ejemplo. Pienso que no todos los espectadores están familiarizados con la historia, en una de sus muchas variantes, de Layo enamorado de Crisipo, al que rapta haciendo que el joven se suicide avergonzado y que sirve de antecedente a la escena de Hipodamia pidiendo a su huésped que se lleve al hijastro para que sus propios hijos sean herederos de Pélope.
La escena es representada con toda la parafernalia a la que enseguida me referiré. La espléndida Julieta Egurrola es una Hipodamia videograbada mientras habla por teléfono con Layo, que está en escena provisto de un extraño –por innecesario– micrófono y los acercamientos de su crispado rostro (en una de las raras ocasiones en que a un miembro del elenco se le permite actuar en toda la extensión del término), así como la exacta simetría de escena con pantalla, oscurecen el texto porque distraen de él. Éste es un ejemplo de una obra con demasiadas notas de pie de página y la manera en que fue resuelta por los directores colombianos Heidi y Rolf Abderhalden Corés y que nos lleva a preguntar si es que resurge el director dictador o si se trata de uno de los resabios que la corriente de hace décadas nos ha dejado. Los dos hermanos directores encuentran un paralelismo entre la fundación de Tebas y su decadencia con los años de guerra civil en Líbano, quizás llevados por el origen del autor y ubican la acción en un hotel semidestruido en Beirut, entre los años 70 del siglo pasado y el futuro, en escenografía de Pierre Henri Magnín que muestra a toda la profundidad del gran escenario el vestíbulo del hotel en suntuosa escenografía que apenas se utiliza en algunas escenas, lo que presupone un gran desperdicio, porque muchos momentos se dan en sombras chinas, a telón cerrado, o en videos que no dejan de crear algunos muy logrados efectos. El año de 1970 se marca con el vestuario de Elizabeth Alberhalden contrastando con la túnica de Cadmo y la desnudez primigenia del padre.
Desperdicio es lo que se tiene una vez que se ha podido analizar el cúmulo de información del texto y el cúmulo de recursos empleados, excesivos ambos. Sobre todo, desperdicio de los muchos talentos que coexisten en la CNT, que cuenta con algunos y algunas de los y las mejores actores y actrices de México, a los que aquí la mayoría de las veces (Cadmo y Layo, Harmonía y su Hermana, la mesa celebratoria, entre otros momentos) se impone una actitud hierática y un tono declamatorio que hubiera sido necesario en el doble narrador adulto y niño, pero que fuera de narración hablada y en narración escénica impide acercar el mundo antiguo al contemporáneo como es intención declarada de los directores. La lista de participantes es muy larga, aunque algunos doblen papeles, por lo que el poco espacio me impide darla, pero cabe decir que todos son de primera línea. El público joven, más atento al efectismo visual que a desentrañar la palabra, sin duda disfrutará con este montaje, al igual que adultos –más allá de los consabidos snobismos– receptivos a toda la parafernalia que se despliega.