n el mes de marzo del año 415, en plena cuaresma, un grupo de monjes de la iglesia de San Cirilo habló con Dios. Nadie recogió ese diálogo, sólo los hechos que le sucedieron y que el científico Carl Sagan sintetizó en estas líneas:
La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado.
Lo que Carl Sagan no refiere es que a Hipatia, antes de ser desollada con filosísimas conchas de ostra, la golpearon y arrastraron por toda la ciudad de Alejandría hasta llegar al Templo Cesáreo. El obispo copto de Egipto, Juan de Nikio, que justificó en sus escritos la carnicería perpetrada por sus hermanos, consignó algunos detalles adicionales: después de haberle causado la muerte, la turba divina descuartizó su cuerpo y lo llevó a Cinaron, donde quemó todos sus miembros. El poeta Octavio Paz, gran lector de la historia del mundo antiguo, encontró algo más: la gran astrónoma y matemática de Alejandría fue violada antes de morir.
Para Ignacio Gómez de Liaño el crimen de Hipatia es un espectáculo al que no podemos acostumbrarnos a pesar de las masacres que la humanidad ha acumulado durante cientos de años. Su tragedia, como las de Bruno y Villamediana, son producto de la intolerancia, del poder ciego que por sistema combate al espíritu y la ciencia.
Hipatia, Bruno, Villamediana, tres tragedias del espíritu es el nombre que reúne tres obras de teatro con las que Gómez de Liaño ha querido dar vida a estos tres personajes que se han convertido en símbolo contra la intolerancia, contra el pensamiento único al que son tan proclives obispos y gobernantes.
Los diálogos de Gómez de Liaño son razones contra la intolerancia, cuadros vivos de la barbarie, memoria contra la peste del autoritarismo que infecta aquí y allá a no pocos hombres de poder. ¿Cuántos jerarcas religiosos, jueces y políticos contemporáneos no han justificado crímenes en el nombre de un dios al que sólo ellos pueden mirar?
¿Recuerda que George W. Bush, antes de hablar con su gabinete de seguridad, hablaba con dios y con su sacerdote de cabecera? ¿Recuerda que varios gobernadores del Bajío buscan homenajear con templos, parques, cruces, nombres de plazas y avenidas a los cristeros? ¿A esos hombres que dinamitaron trenes, hicieron arder casas, violaron a maestras frente a sus alumnos por el crimen vil de enseñar el alfabeto?
No me extraña que de esa región sea el ex presidente Fox, que prefería leer nubes a libros y recomendaba, para ser feliz, no leer diarios ni revistas, el mismo que al asumir la más alta investidura de nuestra República lo hiciera con un crucifijo en la mano.
En estos tiempos de creciente intolerancia contra el otro, contra el diferente, contra el que se atreve a decir no estoy de acuerdo, convendría recordar que el Cristo que recogen profusamente las estampas de los templos en estos días fue también víctima de la intolerancia: como a Bruno, lo condenó un pequeño grupo que se creyó dueño de la verdad, como a Hipatia, rompieron su cuerpo por no haberse conformado con este mundo.
Nunca sabremos con exactitud cuánto debemos a la astrónoma de Alejandría que además tuvo el pecado de ser una de las mujeres más bellas de la antigüedad. Por sus contemporáneos tenemos noticia de que compartió sus hallazgos filosóficos y matemáticos en la academia, que perfeccionó el astrolabio y que ideó un instrumento para medir la densidad de los líquidos.
Lo que persiste de ella, sin embargo, es un ejemplo de la búsqueda de la verdad a toda costa. Gómez de Liaño me permitió recordar esta cuaresma a esa mujer de ciencia.