a temporada de los jaloneos entre las cúpulas partidarias para adjudicar las diputaciones plurinominales terminó en medio de disgustos, maniobras grupales y pasiones insatisfechas. En este jaleo poco tuvieron que ver las razones que dieron lugar a tan apreciados lugares legislativos. Lejos han quedado las originales pretensiones de incluir, por ese conducto, a las minorías que, no obstante recibir un buen cúmulo de votos, quedaban fuera de los triunfos uninominales en los distritos electorales, ya fueran federales o locales. También se apartan, los presentes repartos de curules, de la necesidad que tienen los distintos partidos de dar cabida a sus minorías internas para llevar la marcha del conjunto en paz, o para contar con las capacidades requeridas para el trabajo legislativo especializado.
Lo que ahora puede observarse a las claras en este rejuego de figuras, comparsas y guías jerárquicos, son las imposiciones clanescas que buscan robustecer, aunque sea de manera transitoria, las ambiciones personales o ensanchar la capacidad de maniobra de los actores principales en turno. Gobernadores, líderes de bancadas, jefes de tribus o clanes burocráticos llamados sectores o corrientes (lo mismo da) se apiñan, alían o separan para inclinar la balanza decisoria en su favor. Esta vez, por lo que puede observarse, la pugna tocó hueso y no hubo sobrantes a repartir. Figuras del espectáculo o los deportes fueron marginadas. Lo mismo aconteció con aquellos que alegan representar a la sociedad civil. En este proceso, generalmente escenificado a puerta cerrada, van quedando enredados jirones de dignidad mezclados con precarios o masivos intereses de aquellos mejor situados para hacer valer sus posturas e intereses. Tareas poco edificantes para la vida pública, pero que, en la práctica, han ido cosificándose como ritual inevitable dada la decadencia política que se padece en este atribulado país.
Mientras el tironeo concluye, el electorado y sus necesidades fueron asunto residual de tan recia puja partidista. En los alegatos, poca o nula referencia se hace del atractivo popular de una oferta política conformada por los diputados plurinominales de cada partido. Si ello fuera un criterio válido, algunas de las personas escogidas no podrían ser presentadas. Sin embargo, los dirigentes quedan tan campantes como si esos fueran sólo unos cuantos colados y no los suficientes como para calificar o describir al conjunto. Lo cierto es la pérdida de respaldo y respeto popular por la actividad legislativa y por los diputados en particular. Se solidifica también la percepción, que revelan con claridad las encuestas de opinión, del poco aprecio del ciudadano por el funcionamiento de los partidos. Todo apunta hacia la incautación de las dirigencias partidistas por grupúsculos que atienden a sus particulares necesidades y pulsiones y no al de la colectividad.
Tan desconsolador proceso se mezcla, en estos aciagos días para una república que pretende ser representativa, con las bravatas panistas con miras a levantar su alicaído atractivo entre los votantes factibles. Han lanzado, desde la misma cumbre partidista (y con la venia superior), una campaña que incide directamente sobre el priísmo y sus supuestas conexiones con el crimen organizado. Saben muy bien los panistas de renombre que no pueden probar (o no quieren) sus dichos o acusaciones en una corte de justicia. Pero de todas formas se abalanzan sobre la presa en un afán de circunscribir la actualidad nacional a la lucha contra el crimen que desató su jefe máximo. Saben que la ciudadanía tomará al menos parte de su ofensiva mediática, sin importar la división que causarán (y que ya causaron antes) en la ya de por sí dividida sociedad. Han elevado la dicotomía de estar con el señor Calderón o con el narcotráfico a una disyuntiva real, urgente, impostergable. Y los priístas, por su lado, parecen inmovilizados. Con algunas excepciones, no han logrado responder debidamente, como grupo político, a las exigencias del señor Martínez, convertido en acólito iracundo, que los reta con belicosidad fingida, a cumplir con la seguridad de la nación.
La crisis económica, mientras, va quedando archivada entre viajes del oficialismo al extranjero y visitas inminentes de jefes de Estado a México. La profundidad de esta crisis económica, en mucho causada por factores internos, se asienta con violencia terrible sobre las familias mexicanas. Los datos de su virulencia se acumulan al ritmo de los viajes escénicos que despliega el señor Calderón en sus fugas hacia adelante. En este último, a Inglaterra, se asigna una representación latinoamericana que está lejos de ostentar. El desplante de Lula en Washington parece que tocó fibras sensibles de Calderón y aliados. Todo con el ánimo de influir en las próximas elecciones de medio término que, para muchos menesteres, serán una evaluación de su administración y de la representatividad de los partidos que en ella competirán.