n el contexto de una cumbre que se llevó a cabo ayer en La Haya, el viceministro iraní de Relaciones Exteriores, Mohamed Mehdi Ajundzadeh, se reunió con el enviado especial del presidente Barack Obama para Afganistán y Pakistán, Richard Holbrooke, encuentro que fue calificado como cordial
por la secretaria de Estado Hillary Clinton, y que se dio poco después de que el primero manifestara la disposición de Teherán a atender una solicitud de Washington para colaborar en la lucha contra el tráfico de drogas en Afganistán.
El acercamiento entre ambos países se produce a poco más de una semana de que el mandatario estadunidense, en un gesto inédito, envió al pueblo y al gobierno iraníes un mensaje de saludo con motivo del año nuevo persa, en el que les propuso un nuevo comienzo
en las relaciones bilaterales –congeladas desde hace tres décadas, tras el triunfo de la revolución islámica en 1979– y les manifestó su compromiso por lograr lazos constructivos
entre ambas naciones.
Adicionalmente, en el contexto de la misma cumbre en la ciudad holandesa, Hillary Clinton dejó entrever la posibilidad de una tregua para los talibanes dispuestos a abandonar el extremismo
(debería ofrecérseles una forma honorable de reconciliación y reintegración en una sociedad pacífica, si hay voluntad de abandonar la violencia, romper con Al Qaeda y apoyar la Constitución
), declaración que reviste una variación en la postura tradicional de la Casa Blanca, cuya política exterior en los últimos ocho años se caracterizó por preconizar la destrucción total de las organizaciones integristas islámicas y la liquidación de sus integrantes.
Por otra parte, ayer mismo líderes de las fracciones demócrata y republicana en el Senado estadunidense presentaron un proyecto de ley que, en caso de ser aprobado, eliminaría las limitantes existentes para viajar a Cuba. La iniciativa se inscribe en una serie de pequeños cambios en la política de Washington con respecto a la isla. Apenas el pasado 11 de mazo, Barack Obama firmó una ley de presupuesto que relajó las restricciones a las remesas, el envío de comida y medicamentos, así como a los viajes a la nación caribeña: a partir de entonces, los cubano-estadunidenses pueden visitar a sus familias una vez por año en lugar de una vez cada tres años, como lo establecían las normativas vigentes desde 2004.
Los hechos que se comentan dan cuenta de un cambio tenue, pero perceptible, en la diplomacia estadunidense a poco más de dos meses del arribo de Obama a la Oficina Oval, que comienza a manifestarse en un conjunto de posturas y acciones distantes y hasta contrarias a las de la desastrosa era de George W. Bush, y que, por ese solo hecho, deben ser saludadas y valoradas. Al parecer, el nuevo acento en la política exterior de Estados Unidos ha permeado más allá del círculo presidencial estadunidense, como pudo apreciarse ayer en el Capitolio, y aun fuera de las fronteras de ese país, como quedó de manifiesto con el anuncio de que las tropas británicas se retirarán el martes de suelo iraquí, después de seis años de inhumana e ilegal ocupación.
En este contexto resulta particularmente positiva la disposición mutua al acercamiento mostrada en días recientes por los gobiernos estadunidense e iraní; la enemistad de Washington hacia Teherán, los empeños de la administración Bush de colocar a la república islámica como parte de un supuesto eje del mal
y su afán por hostilizarla con el pretexto de su programa nuclear, en una campaña sustentada en la mentira –pues no hay hasta ahora indicio alguno de que Irán fabrique armas de destrucción masiva– y en la doble moral –pues nada hizo Washington para evitar los programas nucleares de Israel, India y Pakistán, orientados, esos sí, al desarrollo de arsenales nucleares–, son elementos que han alterado el panorama en Medio Oriente y han privado a la Casa Blanca de tener un socio confiable y que pudiera desempeñarse como un factor de distensión y estabilidad en esa conflictiva región.
Cabe esperar, en suma, que las novedades referidas, por ahora modestas, sean el preámbulo de un viraje general en la política exterior de Washington, y que Estados Unidos pueda, de esa forma, empezar a contrarrestar el desastre diplomático, político, humano y el cúmulo de agravios que significó el proyecto militarista, colonialista y hegemónico de George W. Bush. Ojalá, pues, que a la nación más poderosa del mundo le sea posible instaurar una mínima sensatez y un elemental sentido de justicia en la conducción de sus asuntos exteriores.