ada madrugada, por un corto rato, Fermín González es el rey del mundo e impone el tono de su voz. Los sonidos de su labor ocupan todo el espacio de la avenida dormida que en otras horas del día no admite a los Fermines ni como atropellados. Su autoridad fugaz, pero absoluta, que le permite hacer el ruido que considere necesario, se ejerce sobre el silencio de una humanidad, sólo en muy pocos casos, ya en vías de despertar, y cumple la agradecible función social de retirar los desechos o desperdicios (significativos nombres, si se les piensa detenidamente) de la noche anterior de los de arriba.
Especie de cabús de tren, el contenedor gris del club Latino aglomera botellas y vasos en cantidad estratosférica y no pocas veces rotos, que resultan la basura más ruidosa de cualquier madrugada, amortiguada apenas por las asquerosas sobras de alimento revueltas con colillas, celofanes, aluminios, plásticos, corcholatas, servilletas manchadas de lipstick o excrecencias, condones usados, latas, grapas consumidas, jeringas usadas, vómito en bolsas de mareo y cualquier cantidad de restos impronunciables, pero blandos.
Sin duda la pasaron bien los clientes del Club. Ciertamente, mejor que los empleados que terminan la noche y cierran para barrer, trapear, alzar sillas, lavar trastes y excusados, juntar la basura en botes altos y bolsas jumbo
, y de ahí trasladarla al contenedor gris que Fermín llega a tapar, arrastrar y verter en el carro pepenador que se estaciona esquina abajo y callejón adentro, emitiendo el humo negro de su propio e irreverente estruendo.
Tal es el espectro en el tiempo de su reinado plebeyo. Impone su voz dando instrucciones al chalán que hace las veces de velador del antro. Como los dos son mexicanos, se hablan en español. Más que rodar, el contenedor trepida al surcar las caídas de la banqueta, las irregularidades del asfalto, las coladeras de hierro. Los vecinos del barrio (de cierta categoría, no se crea, casi chic), por dormidos que sigan son invadidos entre su cara y la almohada por la voz y los ajetreos de Fermín y compañía. Desde una que otra ventana, viejitos insomnes contemplan sus afanes sin gratitud ni rencor.
Ahí va, a la mitad de una ancha avenida americana, después de los últimos desvelados y antes de los primeros joggers. Él manda, y mientras arrastra el cochinero ajeno, les recuerda a los durmientes que están vivos, que la vida no es sólo sueño, que hay un mundo afuera, que ningún reposo es completo.
Ya irán brotando de la nada los autobuses madrugadores, las camionetas de trabajadores, las bicicletas, los rugidos industriales, la luz cobalto del amanecer proletario a la que con tanto amor y rabia cantaron Carl Sandburg y Efraín Huerta.
Aún si quedan por ahí parejas rezagadas entre las sábanas en algún hotel o departamento, ya en las últimas, acariciándose con desmayo, abandonando las manos cansadas en los muslos de su amante, los momentos anteriores a esa luz, cuando el acarreo de basura es la única actividad vigil a la redonda, son la hora del reinado plenipotenciario de los Fermines, quienes más tarde tendrán otras funciones al servicio de los que ahora duermen.
Barrerán edificios, serán galopines de establecimientos que nunca los reciben como clientes, acomodarán flores y fruta para los abarroteros coreanos que dictan órdenes en un inglés más torpe que el suyo. Serán los invisibles hombres de piel café que entran y salen por las rejas de servicio y almuerzan ocultos en los traspatios.
Pero ahora es el enérgico Fermín quien comanda el aire con el férreo traqueteo del contenedor, impone sus reglas de tránsito a la avenida y descorre lagañas y telarañas allí, donde sólo se escabullen ratas y cucarachas.
En el mar de la calle, cuando ni siquiera la hora del lobo ha asomado, Fermín gobierna la última ola, la que borra las pisadas de la noche bajo el manto de su resaca universal y ávida. Le entreabre las piernas al día como a una puerta de dos hojas que se atreve a soñar el viento.
(En solidaridad y gratitud con Manu Chao y los presos de Atenco.)