uando entro al hotel Bedford, el miércoles por la mañana, pregunto si han llegado los otros escritores mexicanos. La recepcionista responde: “Madame Poniatowska est arrivée”. No la veo durante varios días a la hora del desayuno, cuando puedo encontrar a los participantes a este acto mundial –después de todo, París sigue siendo una capital mundial, y el Salón de Libro no es un acontecimiento que pase desapercibido.
Hago la cuenta: al menos seis de los escritores invitados colaboran en La Jornada: Elena, Glantz, Buerga, Taibo, (Montemayor no pudo venir para tristeza de los poetas en lenguas indígenas y, sobre todo, para la mía, puesto que le dediqué Castillos en el infierno), yo misma y tal vez alguno más.
Mientras espero, me pregunto cómo puede haber tantos escritores. No se diga poetas. ¿Industrialización, fabricación? No, no lo creo cuando los veo llegar: Elsa Cross, la primera. (¿Por qué no invitaron a David Huerta, a Alí Chumacero, a Xirau, a Lizalde?) Ella y Elva Macías, poetas de mi generación, algo mayores, cierto –lo digo por vieja coquetería. Elva no fue invitada, porque no estaba traducida
. Y todo se reduce a eso: haber sido o no traducido. Cuestión aparte: hubo, como siempre, los grandes intrigantes, perdón, las grandes figuras de la literatura mexicana que se hicieron traducir e invitar... En breve: había que inventar un método para seleccionar los miles de escritores mexicanos que luchan en el país. Para su consolación: en Francia hay aún más, cualquier taxista, boxeador, cirquero o desempleado puede escribir sus experiencias, si hay algún incesto o una violación lo suficientemente sabrosa para la tv. Pero, alto, no quiero dar ideas, como hace el jesuita de Castillos en el infierno al joven Lopitos.
Converso con Claude Fell, traductor y uno de los responsables de la selección de autores invitados. Me habla de los ausentes: vejez, dinero –viajaban a países donde eran pagados. Dos enfermedades irremediables.
La prensa francesa, los jueves, tiene sus páginas literarias. Suplementos completos sobre los escritores que vinieron de México. En Actes-Sud (con La Différence, mis dos editores en Francia) me dicen que no imaginaban tal éxito de México, país invitado: en 2008, Israel parecía romper el récord, cuestión política. México, sin polítiquerías, rompió todos los récords: el libro: un valor refugio
, titula Le Figaro. Nadie puede quejarse. Cuarenta mil visitantes de más al salón.
El CNCA tiene la suerte que merece: fue el buen año, tal vez el último, se habla de terminar con un país invitado
, pues cuesta caro al invitado
.
No hay sólo la prensa escrita (paso en el Noticiero televisivo: no hablo de mí, enorme modestia
, sino de narcos, violencia y un tal Roberto Hernández, quien parece interesar por acá: habría invitado paradisiacas vacaciones a la pareja Sarkozy). En la radio hablo una hora con Philippe Ollé-Laprune, excelente lector, experto, de nuestra literatura. Philippe Vanini dirigía el programa. Como Jacques Bellefroid me acompañaba, le pidió tomar la palabra. La entrevista ganó: al fin se habló de literatura y de la cuestión esencial: qué significa escribir. La palabra libre –tema del que escribiré otro día.
En otra radio, la más importante del país, France-inter, programa presentado por Paula Jacques, periodista y escritora, me permitió precisar durante dos horas mis ideas sobre la literatura mexicana. Tuve el gusto de escuchar leer en su lengua a la poeta maya Briseida Cuevas Cob. Respondió a mi pregunta sobre la musicalidad del poema: la música era de su lengua y de ella.
Mesa redonda presentada por Cristopher Domínguez, fino como su acaso maestro, Octavio Paz: las buenas cuestiones facilitan las respuestas.
Cuando Jean-Marie Saint-Lu, mi traductor, me entrevistó en la sala de honor, mientras se formaba una fila para comprar libros, pude hablar de la palabra libre: me sentí libre. Gracia de la impefección.