¡Claro que me quiero regresar! ¿A El Salvador? ¡Nooo, a Estados Unidos!, señala un menor detenido en la estación migratoria de Iztapalapa, en su primer intento frustrado por regresar al país del norte. Lo voy a intentar otra vez, claro que lo voy a intentar.

A su lado, un joven de 15 años teje una pulsera con los hilos de colores que le dieron en la estación migratoria. Está tranquilo, luce sereno y sólo alza un poco la voz para decir que no quiere volver a San Salvador, porque lo han amenazado de muerte los maras.

Quiere asilo en México. Algún empleado del Instituto Nacional de Migración le dijo que van a ver su solicitud, aunque quién sabe si alcance el tiempo, porque David no ha iniciado ningún trámite para ese fin y, al medio día de ayer, la oficina de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) seguía vacía. Posiblemente no haya quien atienda y, en tanto, se alistan los autobuses para sacar del país a los indocumentados alojados ahí; partirán a su lugar de origen en unas horas más.

Chayene, una joven brasileña, se entretiene elaborando flores con papel crepé. Está en una área de actividades recreativas en la estación migratoria. La semana pasada fue detenida, junto con dos amigas procedentes de una ciudad aledaña a Brasilia. Apenas habían cruzado la línea fronteriza con Guatemala. De Tapachula fueron llevadas a Iztapalapa. No pudieron llegar a Puebla, donde serían contactadas por un pollero. Su sueño era ir a trabajar a Estados Unidos. Pagaron mil 500 dólares para llegar a Guatemala y 550 más por pasar a territorio mexicano. En Puebla pagarían al contacto otros 3 mil dólares.

¿Vale la pena llegar hasta allá (Estados Unidos)?, se pregunta, y se responde a sí misma. Sí, sí vale la pena, sólo que este camino es muy difícil. Ya no lo voy a intentar.