Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Andanzas

Danza en El Milagro

L

a danza en sí es una cadena de milagros, desde donde se le quiera ver. Comprender sus secretos, virtudes y limitaciones es uno, y muy grande. Otro, y que es un milagrote, es lograr vivir de ella; uno más es conseguir un subsidio de por vida, becas, espacios y público. Sin embargo, el más grande de todos es ser artista, saber bailar, entender este arte, fundirse en la piel del espectador.

Ser bailarín o bailarina es tal vez vivir en la séptima galaxia, lidiar con los estigmas sociales, religiosos y culturales. Sólo si la pasión o el amor por la danza son suficientemente definidos y fuertes se puede rebasar el ego, el narcisismo, la terquedad, la vanidad y todos aquellos espejismos que desdibujan la verdadera sacralidad de ese arte; esto es, hacer el sacrificio supremo de prácticamente inmolarse por bailar sin esperar nada a cambio. Es convertirse en una especie rara y extraña que a duras penas encaja en el promedio de los mortales; entregarse plenamente a los maestros y coreógrafos en el rito de la contraseña sagrada: todo por la danza. Es volverse instrumento, monigote, peón y objeto explotable desechable, con tal de bailar.

El milagro es el de aquellos que descubren por sí mismos lo que son y sus posibilidades, y saben seguir su propio camino, porque más allá de ello no existen las gracias, en un mundo anónimo donde nadie es imprescindible entre montones de bailarines deseosos de pisar la escena, de bailar, sólo bailar, como sea y donde sea.

Hacer vivir un espacio escénico con teatro y danza es otro milagro, El Milagro, que se ubica en Milán 24, en la colonia Juárez. La entrada del establecimiento, en una antigua casona de ladrillo rojo, remite a los tiempos en que el milagro del arte florecía cotidianamente a contracorriente, como los salmones, y luchaba por llegar al corazón de un selecto público, al ritual del verdadero trabajo artístico, casi lo secreto, lo íntimo. La escasa luz crea un ambiente de complicidad, que hace sentir que los trabajos que allí se presentan vienen desde muy adentro del binomio cuerpo mente. Apenas con un pequeño vestíbulo, sin marquesinas ni foto-pósters, dulces o palomitas con olor a Cinemex, o el vestíbulo portentoso y pulido donde la máxima casa del arte se ha equivocado tantas veces, pues entre tirios y troyanos hay de chile y de manteca, todo se vale. En El Milagro, un teatro petit, de cámara o íntimo, si se quiere, se reviven los tiempos del Teatro del Caballito, y aquellos en los que, como en Francia, se prefería la calidad a la cantidad.

Solos en tránsito

Un pequeño grupo de bailarines solistas, sin compañía, desnudos de bombo y platillo, se anunciaba escuetamente en una hojita de papel con su nombre y el de la obra, luz, música etcétera: Solos en tránsito se llamó la breve temporada, que abrigó a 11 bailarines en ocho fechas, los pasados febrero y marzo, impulsada por el excelente concepto de Rafael González. Puros solos, obras para solistas; así, desfilaron espléndidamente Alberto Pérez, con Efectos sonoros, en un juego de imágenes y reflejos; Janine Baker, como El ángel oscuro, del coreógrafo Luis Arreguín, en un intento por olvidar el print mark, o marca de origen de su propio desarrollo artístico.

Saúl Maya interpretó la coreografía de Tzitzi Benavides. Mostró su recia personalidad de bailarín que ha madurado en el trabajo serio y profesional, hurgando la verdad en sus movimientos y el diálogo creativo con una silla. Nos sorprendió Esther López Llera como intérprete de su propia coreografía, abundante, sensible y de amplio léxico corporal, que penetró en El sentir de las tortugas, propuesta sobre la vida natural por medio de una danza original, de rigor atlético, imaginativa y ejecutada con destreza.

Pero fue Óscar Ruvalcaba quien conmovió profundamente al público con su obra, ambiciosa y desprendida de toda parafernalia corporal, Monalisa madre Tierra, con excelente selección musical de Jesús Salinas. El ejecutante conjugó todo lenguaje escénico para seguir un impulso impactante en su lento y siempre sostenuto desarrollo del monólogo interno, expuesto durante toda la pieza hasta llegar a una vasija de barro con agua, meter los dedos de la mano y saciar su boca sedienta, mientras el cuerpo se transformaba lentamente para contar una historia de pasión amor, dolor y ternura.

Óscar Ruvalcaba colgó el bailoteo en el perchero para desgajar el espíritu de la danza en la quietud de una profunda introspección del ser movimiento esencial. No más ensalada, directo a la síntesis.

Con solistas extraordinarios, cada uno en su estilo, este teatro mágico abrió otra posibilidad única para los creadores de la danza que juegan a la verdad y arriesgan todo.

Esperemos que estas temporadas se repitan en El Milagro, como espacio para la experimentación riesgosa y profunda, íntima y secreta, con una danza madura y original.