n voz de Carmen Aristegui escuché, la mañana del pasado miércoles 11, el avance de una información estrujante, digna de un cuento de horror, de ésas que los mexicanos quisiéramos que no formaran parte de nuestra escandalosa y trágica realidad cotidiana.
Hallan en Jalisco las cabezas de cinco hombres dentro del mismo número de hieleras
, adelantaba la periodista en su programa radiofónico.
Minutos después, mientras revisaba las primeras planas de los principales diarios del día, caí en la cuenta de que el hecho esbozado por la Aristegui apenas había merecido la mención en un par de portadas.
Me extrañó el tratamiento que los periódicos nacionales dieron a tan aterrador evento. Estimé que en prácticamente cualquier otro país del mundo la aparición de cinco cabezas sin cuerpo habría causado conmoción, terror, indignación y un alboroto social que seguramente hubiera trascendido la influencia de los medios de comunicación.
Pero aquí, curiosamente, la reacción mediática fue mesurada. Es cierto, el hecho llegó a ser consignado en casi todos los espacios, pero sólo como uno más de los miles de crímenes que la delincuencia organizada comete todos los días a lo largo y ancho de la República.
Antecedentes similares en el país, cuando apenas daba inicio esta guerra de pesadilla contra el narcotráfico, habían recibido ya una atención proporcional a lo aterrador del suceso, por parte de autoridades, medios de comunicación y ciudadanía. No era para menos.
Entonces qué ocurrió esta vez, me pregunté: ¿será que los medios y la sociedad mexicana nos estamos acostumbrando a la barbarie? ¿Acaso hemos perdido ya la capacidad de asombro y sobrecogimiento frente a acontecimientos que no dejan de ser tan extraordinarios como escalofriantes? ¿Tenemos derecho a ser omisos o indiferentes? ¿Podemos bajar la guardia ante la apabullante realidad?
Digo que no, me respondí de inmediato. Me niego a aceptar que la costumbre, la evasión o el miedo, nos lleven a ser indiferentes ante una realidad que resulta cada vez más amenazante y cruenta.
Hace unos días, producto de un escrupuloso seguimiento, un diario nacional dio a conocer el alarmante saldo de la llamada guerra contra el narco: 10 mil ejecutados en lo que va del sexenio de Felipe Calderón.
Y no sólo eso, precisó que en los 28 meses que lleva la presente administración se rebasa ya, por mucho, el total de asesinatos ligados al narcotráfico ocurridos durante todo el sexenio de Vicente Fox, que alcanzó las 8 mil 780 muertes.
Según el mencionado recuento, tan sólo durante el mes que corrió del 26 de diciembre de 2008, al 27 de enero pasado, la delincuencia organizada ejecutó en el país a mil personas, es decir, un promedio de 31 diarias.
El día más violento de lo que va del sexenio fue el 12 de febrero, cuando se reportó un total de 52 muertes violentas ligadas al narcotráfico.
Es verdad que las cifras reportadas dibujan un panorama nada halagüeño y que, por el contrario, mueven a la reflexión sobre el futuro de una sociedad inerme, inmersa en una guerra cuyas razones de fondo ni siquiera alcanza a comprender del todo.
La falta de previsión y la indiferencia de los gobiernos negligentes del pasado son los factores que condujeron al país hacia la pesadilla que ahora busca afrontar en condiciones absolutamente desventajosas.
Frescos están todavía en la memoria los desplantes de las autoridades de hace un cuarto de siglo que se llenaban la boca cuando aseguraban que México nunca se colombianizaría, que el narcotráfico jamás penetraría las estructuras de la seguridad nacional del país.
Nada o muy poco se hizo desde entonces. El narcotráfico corrompió a México, vulneró sus estructuras y ahora se deja sentir como un ente amenazante en la antesala del poder político.
Por eso, ahora menos que nunca, ni medios ni sociedad tenemos derecho a ser omisos. Dar cuenta de una realidad tan devastadora tiene costos, entre ellos el deterioro de la imagen del país en el exterior. Pero no podemos ser indiferentes ante los bárbaros.