Opinión
Ver día anteriorSábado 21 de marzo de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La ciudad y el futuro
L

a ciudad de México, constitucionalmente identificada con el Distrito Federal, dividida para su administración en 16 demarcaciones territoriales gobernadas individualmente por un jefe delegacional y con un gobierno central con sus tres poderes clásicos –Legislativo, Ejecutivo y Judicial–, es por sí sola una metrópoli gigantesca, con cerca de nueve millones de habitantes.

Tomando en cuenta su área conurbada, es el conglomerado humano más grande del mundo; y sigue extendiéndose. Hace más de 100 años, Manuel Gutiérrez Nájera, en el ingenioso cuento La novela del tranvía, describía la capital porfiriana como una gran tortuga que lentamente estiraba sus patas fuera del caparazón, sobre un gran lodazal en el que solía asolearse; así describía el crecimiento de la entonces pequeña población, que empezaba a extenderse hacia la calzada de Guadalupe por el norte, después de Cuauhtemoctzin en el sur, a los llanos de Balbuena por el oriente y apenas más allá de los ejidos de la ciudad por el poniente.

Actualmente, el lodazal se ha convertido en una plancha gigantesca de cemento y construcciones diversas, y la metáfora de la tortuga sería ya inadecuada pues el crecimiento es tal, que va abarcando cada vez extensiones más lejanas y poco conectadas con el punto fundacional de la gran Tenochtitlán.

El crecimiento, el aumento de la población, el número cada vez mayor de vehículos circulando a todas horas y en forma desesperante, en las horas pico, nos ha hecho ver que un colapso de la ciudad no sería un escenario demasiado remoto; sin embargo, hemos visto también que se han tomado medidas que disminuyen el impacto del crecimiento; en el gobierno anterior, además de que se ordenó una buena parte del centro histórico, se construyeron muy largos tramos de segundos pisos en el Periférico, así como puentes y pasos deprimidos que han facilitado en algunas zonas el tránsito de vehículos.

Circulan ya en dos largas rutas los metrobuses, que transportan por carriles restringidos a un buen número de viajeros, con el impulso de un solo motor y a muy buena velocidad; vienen a sumarse a la transportación en el tren urbano que conocemos como Metro y también a las cada vez más obsoletas líneas de microbuses. El esfuerzo ha sido, sin duda, loable y prometedor si se sigue por ese camino.

Otros mecanismos y medidas que alientan la esperanza de que el futuro no nos alcanzará en forma de catástrofe, es que, aun con timidez, pero ya hay en el centro, en algunas colonias de la periferia y algunas avenidas importantes, ciclopistas y lugares donde se pueden conseguir bicicletas proporcionadas por el gobierno de la ciudad, para transitar en tramos cortos y sin riesgos excesivos. El gobierno capitalino, recientemente, puso en circulación los modernos bicitaxis que mueven a pasajeros sin otro combustible que la fibra de los ciclistas, que pedalean para mover con agilidad los pequeños y verdes vehículos ecológicos; pero también acumulan electricidad que se emplea en tramos más difíciles o algunas pendientes.

Me recuerdan estos vehículos, las dínamos de las bicicletas de antaño, que producían unos cuantos vatios, con el rose de la rueda de la bicicleta sobre una minúscula turbina generadora de electricidad, que servía para el diminuto faro del vehículo.

Estas medidas y otras parecidas, estudios sobre la recuperación del agua que se están haciendo en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, el cuidado de parques, jardines y otras áreas de recargo de agua, nos hacen alentar confianza en que el futuro de la ciudad no sea tan negro como algunos lo quieren ver.

Hace un cuarto de siglo, El Club de Roma hablaba de los límites del progreso, a los que ahora nos estamos acercando peligrosamente, pero con menos riesgos que otros espacios y otras entidades, en la medida en que las autoridades citadinas desarrollen programas y trabajos concretos encaminados a volver a poner el horizonte del desastre lejos de nosotros.