17 de marzo de 2009     Número 18

Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER

Suplemento Informativo de La Jornada

Sexto Sol

Se refería, se decía
que así hubo ya antes cuatro vidas
y que esta era la quinta edad.

Anales de Cuauhtitlán

Dicen los viejos que Conacatacuhtli y Tonacíhuatl crearon el mundo. Pero en el principio el sol estaba quieto y no había tiempo. Entonces, Tezcatlipoca se volvió sol y se empezaron a contar los años. Ese fue el primer sol, el Sol de Tierra, que tuvo por fecha Nahui Ocelotl. Los hombres de entonces eran gigantes y comían bellotas y raíces. Pero los devoró un jaguar y se apagó el sol. Entonces los dioses crearon el segundo sol, el Sol de Viento, Nahui Ehecatl. A los hombres de aquel tiempo, que comían acocentli, los arrastró el vendaval. Crearon, entonces, el tercer sol, el Sol de Fuego, Nahui Quiahuitl. Los hombres ese tiempo comían acecentli, pero cayeron llamas del cielo y fueron destruidos. Crearon entonces el cuarto sol, el Sol de Agua, Nahui Atl. Los hombres de ese tiempo comían teocentli, y se ahogaron en un gran diluvio. Crearon entonces el quinto sol, el Sol de Movimiento, Nahui Ollín. Los hombres del Quinto Sol hacemos milpa, comemos maíz –nuestro sustento–, bebemos pulque. Somos los macehuales. Y es bueno recordar que estamos aquí porque cuando otros dioses pomposos se acobardaban, el oscuro Nanahuatzin un dios feo y con bubas, un dios pobre, silencioso y humilde, el más pequeño e insignificante de los dioses no tuvo miedo de saltar al fuego y volverse el quinto sol, Nahui Ollín.

Los que concibieron ésta cosmogonía hubieran entendido fácilmente que las lluvias torrenciales, los vientos huracanados, las sequías, los calores agobiantes, los incendios incontrolables, la expansión de los desiertos, la pérdida de los bosques, el deshielo de los glaciares, la merma de los polos, la crecida de los mares, la extinción de las especies, las estampidas poblacionales, las pandemias, las guerras, el narcotráfico global, las hambrunas, la carestía, las quiebras, los despidos, la desolación, la desesperanza... son señales de que un sol está terminando; inequívocos indicios de que vivimos un fin de época y debemos prepararnos para encender un nuevo sol y crear una nueva humanidad. Hay que ir buscando a los Nanahuatzin del tercer milenio –dirían los viejos–: a los hombres callados, modestos, invisibles, lacerados pero capaces de arder por un propósito, capaces de consumirse en las llamas de la utopía.

En cambio a nosotros –los modernos– como que no nos cae el veinte, como que nos cuesta trabajo percatarnos de la enormidad del desafío. Y es que las viejas culturas concebían a la historia como cambiante pero cíclica –para los campesinos la historia es como la huella que dejan las ruedas de una carreta, ha dicho John Berger– mientras que para nosotros la historia es una flecha volando hacia el futuro.

El mito del progreso: el devenir concebido como ineluctable marcha en ancas del desarrollo científico-tecnológico hacia un orden de abundancia total y certeza plena, y su complemento: negación del pasado y fetichización del porvenir, son axiomas firmemente remachados en el imaginario del capitalismo; paradigmas que en la presente circunstancia devienen inercias intelectuales que oscurecen los estentóreos signos de que vivimos un fin de época.

En tiempos borrascosos, los pueblos premodernos sabían leer las señales de que se avecinaba el recambio de un transcurrir humano que imaginaban recurrente, en cambio a nosotros la proverbial saeta de un tiempo presuntamente lineal y abierto nos dificulta admitir la evidencia de que los síntomas ominosos devinieron síndrome, de que en el horizonte se va perfilando una tormenta perfecta: una crisis civilizatoria inédita por sus múltiples dimensiones y su radical globalidad.

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Paradójicamente, el tsunami financiero que nos sacude desde hace apenas algunos meses está ocultando la magnitud de la catástrofe generalizada que tiene años de maduración. El desbarajuste actual es hidra de mil cabezas, pero en las semanas recientes la palabra crisis ha sido secuestrada por los analistas económicos, como si no hubiera otra cosa más que astringencia crediticia, caída de las bolsas, quiebra de los consorcios financieros, baja de las ventas, devaluación de algunas monedas. Y no es para menos, los coletazos de un sistema que, no conforme con sangrar al hombre y a la naturaleza, periódicamente tiene que sangrarse a sí mismo autodestruyendo parte de su capacidad productiva, nos tienen en vilo. Pero esto no es una reedición de la “Crisis del 29”. Esto es otra cosa.

¿Ya se nos olvidó que hace dos años los 200 expertos del Grupo Intergubernamental para el Cambio Climático, de la Organización de las Naciones Unidas anunciaron que son nuestras emisiones las principales causantes del calentamiento global y que si éste rebasa los dos grados centígrados la vida humana tal como la conocemos se terminará? ¿Se nos traspapeló el dato de que en las dos décadas pasadas consumimos más energía que en toda la historia anterior y que los combustibles fósiles se acaban? ¿No nos acordamos ya de que en lo que va del siglo los alimentos subieron entre 30 y 50 por ciento, por lo que millones de personas sufren hambre y otras tantas empobrecieron? ¿Dejó de preocuparnos que por el éxodo económico, social y político 200 millones vivan hoy fuera de sus países, estampida a la que pronto se incorporarán 200 millones de ecorrefugiados? Y todo esto –que, por cierto, no ocurría hace 80 años en el arranque de la Gran Depresión– empezó antes de que se derrumbaran las hipotecas inmobiliarias estadounidenses y se desatara la debacle económica.

En apenas un lustro una serie de pústulas con meses, años o décadas de silenciosa maduración estallaron esparciendo por el globo sus humores malignos: calentamiento global, progresivo agotamiento del petróleo, encarecimiento de los alimentos, éxodos socioeconómicos crecientes y ahora debacle financiera que arranca en el ámbito hipotecario se extiende luego a la “economía real” y finalmente barre con el patrimonio y las esperanzas de las personas.

No se trata de la concurrencia accidental de cinco crisis diferentes, ni siquiera de que al entreverarse se retroalimenten. Estamos ante una fractura mayor, un desorden generalizado del sistema mundo, un desajuste multidimensional en sus expresiones pero unitario por su origen. Nos enfrentamos a una crisis si no terminal cuando menos civilizatoria, pues lo que está en juego es un orden histórico de larga duración y alcance planetario.

Los cinco flagelos: desorden climático, petróleo caro, hambruna, éxodo y depresión económica remiten a la fractura profunda, ontológica, del modo capitalista de producir; al pecado original del absolutismo librecambista consistente en que, como un Midas del código de barras, todo lo transforma en mercancía, incluso al hombre y la naturaleza –que proverbialmente no lo son– pero también al dinero, que es un medio de cambio y no un producto entre otros.

Al lucrar con el hombre y la naturaleza, el capitalismo provoca devastación en los ecosistemas y los sociosistemas. Pero así como erosiona al medio natural-social, el gran dinero se erosiona a sí mismo al engendrar un desmesurado sistema financiero que supliendo a la economía real con especulación, ofrece una salida falsa y efímera a los recurrentes problemas de realización que plantea el subconsumo.

El problema es de fondo y no se resuelve interviniendo temporalmente el mercado hasta que sane. El sistema capitalista es un librecambismo absoluto sustentado en la autorregulación comercial y acotarla es poner en cuestión sus fundamentos. Si, como dijo Dominique Strauss Kahn, del Fondo Monetario Internacional, hoy por hoy “el mercado no sana al mercado”, es tiempo de ir buscando la salida porque esto se acabó.

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La que inauguró el tercer milenio no es una crisis económica más, es un fin de fiesta, un cambio de época que se origina en estructuras profundas y de larga duración, una conmoción sistémica de múltiples y convergentes dimensiones por la que entramos en un período de inestabilidad y turbulencia presumiblemente prolongado. Porque los que se desfondaron no son sólo el entramado financiero, la producción y el mercado, también están exhaustos el modo de relacionarse con la naturaleza, los patrones de consumo y de urbanización, el modelo científico-tecnológico, el imaginario colectivo, la socialidad, la política, el Estado... Se esfuma igualmente el paradigma del progreso y con él la negación del pasado y la fetichización del porvenir que por un par de centurias nos tuvieron trabajando para la historia como quien trabaja en una fábrica. En un suspiro cósmico se consumió hasta la raíz nuestro modo de ser-en-el-mundo.

Todo indica que llegamos a un fin de capítulo en la gran narrativa histórica. Entre zapatazos y abucheos concluyó una de las fases más desmecatadas del capitalismo, y el mercantilismo absoluto está exhausto. La gran pregunta es quién pagará los platos rotos. Quién recogerá el tiradero dejado por un orden torpe y atrabancado que en su corta vida hizo incontables destrozos sociales y ambientales. Si el malcriado la libra con un zape, el costo correrá por nuestra cuenta y lo más probable es que vuelva a las andadas. En cambio, si se nos ocurre pronto un modo de producir que no se le hinque a las ganancias y nos animamos a ensayarlo, seguramente el precio será menor y el futuro más soleado.

Los antiguos estaban en lo cierto: la historia tiene capítulos y el nuestro terminó. En cambio andaban errados al confiar a los dioses la autoría de la novela. El sexto sol está a las puertas, a nosotros nos toca ponerle nombre y comenzarlo a escribir.

Armando Bartra