Abrió el festejo Kraftwerk , el padre de la música electrónica pop, un trozo de historia viva
Sueño cumplido para 50 mil espíritus que durante meses cultivaron la esperanza y acamparon por días fuera del Foro Sol
Sorprende al grupo el crecimiento
de México en lo cultural
Martes 17 de marzo de 2009, p. 8
La noche del domingo 50 mil espíritus sintieron compartir el que quizá sea el mejor concierto que se haya realizado en el Distrito Federal, al menos durante la década que casi termina. Bajo un cielo despejado convergieron en un solo día los ingleses de Radiohead, una de las bandas de rock más trascendentes y emotivas del último decenio –algo así como el Pink Floyd actual–, y el grupo considerado el padre de la música electrónica pop, como hoy la conocemos: Kraftwerk.
Conjunción excepcional, del ombligo del mundo para el mundo. Torrentes lacrimales, éxtasis sonoro, cerebro activado, cantos hermanados: jugoso racimo, un regalo primaveral a una audiencia hambreada, ganosa.
Sin embargo, dado que Kraftwerk, el cuarteto alemán creado a principios de los años 70, fue anunciado tiempo después de que los boletos para los dos conciertos (antier y ayer) del quinteto de Oxford se agotaron, en una hora con 45 minutos el consentido de la noche fue este último conjunto, creador de un trancazo tras otro, no sólo en cuanto a identificación masiva, sino, sobre todo, en cuanto a nivel musical y creativo.
Comandado por uno de los nerds más encantadores del orbe, Thom Yorke, el grupo más anhelado y solicitado por el público mexicano durante años cristalizó un sueño que para muchos llegó a parecer incumplible: ésos que durante meses cultivaron la esperanza con el blog Radiohead en México; ésos que durante días acamparon en congelación nocturna, a las afueras de las taquillas para comprar sus boletos en noviembre pasado, o quienes hicieron lo mismo desde hace cinco noches para alcanzar buen lugar en la zona general. Ésos que musitaron sílaba tras sílaba. Esos adolescentes que al nacer ya oían a sus papás escuchar tal música cual si nanas infantiles; esos veinteañeros que recién los descubrieron, y los adoraron; esos cincuentones que en dicho quinteto han hallado una continuación de lo que han sido las bandas de rock más grandes del siglo pasado. Ésos para quienes las letras de Radiohead son el espejo doloroso, sardónico y espeluznante del mundo decadente en que vivimos: pocas bandas como ésta para generar identificación con los jóvenes que arrojan tan apocalípticas horas.
Music non stop
Cuando se anunció, en diciembre, que Kraftwerk abriría estos conciertos, la sorpresa fue mucha, pues siendo éste un grupo pionero, dentro del pop, de la concepción musical relacionada con la automatización y alienación del ser humano… ¡Radiohead estaría para abrirle a Kraftwerk y no al revés! Incluso Yorke ha declarado haber querido sonar a tal grupo alemán. De modo que dicha conjunción puede entenderse como un homenaje.
A las 20 horas, comandados por uno de sus integrantes originales, Ralf Hütter (Florian Scheneider, el otro fundador, no vino ahora, a diferencia de su actuación previa en México, en 2004), enfundados en negro, y aparentemente robotizados, como se han presentado desde los años 70, en que eran vanguardia absoluta, jugaron con sus laptops sobre pedestales, movimientos mínimos, en medio de los visuales en pantallas que los han hecho famosos y han inspirado a tantos, Daft Punk incluido. Tocaron diez temas representativos: Machine man, Computer World, Autobahn, The Model, Showroom dummies, Radioactivity, Trans Europe Express, Boing Boom Chack y The Robots, canción en que los cuatro fueron sustituidos por robots de movimientos sincronizados. Cerraron, en pantallas y sonidos, con la frase más emblemática de su carrera: Music non stop. Una maravilla. Un trozo de historia en vivo, a pesar de que muchos desconocían lo que veían: ¿Quiénes son esos, eh? ¿Por qué los pusieron para abrir?
Aunque la mayoría los escuchó y aplaudió respetuosamente.
En arcoiris
Media hora después, mientras los nervios crecían, las olas
en el público se multiplicaban, el cambio de escenario entre banda y banda fue rápido y preciso. Una maquinaria cuasi perfecta. Difícil de creer, dado que el espectáculo que se avecinaba sería impresionante. Exigencia y disciplina: palabras claves en Radiohead.
Cuando uno a uno fueron apareciendo en escena, el Foro Sol se desaliñaba, los cuerpos dejaron de estar en su sitio, la materia se expandió y las almas se hicieron un conglomerado de 8 notas y sus respectivos semitonos desconcertantes. El llamado comenzó con el sonido de la insustituible Telecaster de Jonny Greenwood (guitarra principal); los tambores exactos, sin rebote ni embarres, personales, potentes, de Phil Selway; el bajeo hipnótico, así como los ánimos y gritos de aliento en escenario de Colin Greenwood, hermano del primero; de las decenas de guitarras armónicas, pedales mil y coros cálidos de Edward O’Brien. Y por supuesto, del lánguido y contagioso canto de Yorke, al frente, solo, con guitarra acústica en mano o al piano de pared. La impecable sonorización permitió percibir cada rasgueo, cada inflexión, cada aliento, cada roce… incluso cada latido.
El rezo, el rosario, que no pararía por dos horas y media, es decir, 25 canciones después, se sintió cortito. El repertorio fue pródigo en temas del In Rainbows (2007), ese álbum que casi regalaron por Internet, lo que para muchos nostálgicos quitó
espacio a clásicos de discos previos. Pero era imposible resumir 15 años en tan poco tiempo. Así, de tal disco, quizá su más íntimo, amoroso y delicado, desfilaron: 15 step y las hermosas House of cards, Arpeggi y Nude, entre otras.
El segundo tema de la noche, Airbag, del OK Computer (1997), considerado por especialistas el mejor disco de los años 90 (al lado del Nevermind, de Nirvana), desarmó piernas con sus imágenes futuristas, terribles, conmovedoras, sus sonidos irregulares; la dupla vino unas 17 canciones despúes, con esa maravilla llamada Paranoid Android, quizá el momento más alto de un concierto que se mantuvo rumbo al infinito y más allá, de inicio a fin.
Guitarras estridentes sin llegar al ruido, voces melancólicas, evocadoras de tristeza y redención, teclados deslavados y extraterrestres, guitarras chillantes mediante un arco, se fueron robando el pulso de cada asistente.
Yorke, que ríe pocas veces en sus conciertos, se hallaba sonriente, efectuando cada tanto reverencias cual de alabanza a un público la mar de entregado. Yorke tenía en mente, mientras lo hacía, información sobre aquellos a quienes tenía enfrente: un día antes, por la mañana, hospedado en el Condesa DF, el grupo se mostró sorprendido de saber que, para tocar en México, ya no sólo son opciones Ojo de Agua o bares pequeños como La Diabla; se mostraron maravillados por el crecimiento
que ha tenido México en lo cultural (así lo expresaron) y atónitos al saber en cuánto tiempo se habían agotado los boletos, y que había gente acampando días atrás. De modo que en playera azul simple, y jeans, Yorke y su ojito gacho correspondían a tanto amor, debajo de una escenografía hecha de grandes tubos de neón en vertical, cual si un bosque luminoso, colgante, cuyos juegos y cambios, al lado de sus alucinantes composiciones, cambios frenéticos de ritmo y sentimientos, se volvían una conjunción sensorial y musical indescriptibles.
La cannabis rolaba en exceso, mas no era necesario, pues ante tal maestría ya nadie pudo tener los pies sobre la tierra.
Sin embargo, entre ojos rojos y corazones latiendo a mil, la gente se retiró extasiada, incrédula, deseosa de más y más.