Toreros sin edad
l toreo es un sentimiento del alma que no tiene edad. Lo mismo lo puede expresar un niño que un hombre veterano. La diferencia estriba en el acento que pueda dar ese hombre mayor, cargado de años y melancolía, cornadas y sinsabores, marginalidad e incluso hastío.
Pero precisamente en esa hoguera de sufrimientos se fragua el sentimiento más puro; ése que desnuda el alma de aquel que emplea el toreo como la forma más sincera de expresión.
Torear es emocionarse y emocionar; tener un misterio que decir y decirlo, como apuntaba el mítico Rafael El Gallo. Y la tarde de ayer en Pachuca, eso fue lo que hizo Rafael Gil Rafaelillo: torear con el corazón.
Ya lo había anunciado por la mañana, a la hora del sorteo: Vengo a torear para mí
. Esa frase no provenía de la pose; estaba fincada en un razonamiento lógico, el del hombre que, abandonado a su suerte, de pronto se ve anunciado en una plaza monumental donde nunca había toreado en 38 años de alternativa.
La corrida de Jaral de Peñas tuvo matices de bravura, pero, sobre todo, un común denominador de intencionalidad, esa que provoca el toro con edad.
Y el toro más exigente, por su casta, le tocó en suerte a Rafaelillo, que hizo cosas de gran solera, no obstante el poco sitio que tiene, debido a la falta de torear. Pero como el oficio está bien aprendido, vamos, que sabe torear, entonces la ausencia de rodaje la suplió con empaque y variedad, esfuerzo y entrega.
La gente que acudió a ver a Rodolfo Rodríguez El Pana salió contenta de la plaza, pero quizá más por lo que representa el personaje, el mejor actor de sí mismo, que por los méritos logrados con el lote que le correspondió.
Seis meses después de no torear, cuatro de los cuales los pasó en una clínica contra adicciones, El Pana estaba radiante al llegar a la plaza. Pero todo se derrumbó
, que diría Emmanuel, cuando no pudo solventar las dificultades que presentaron sus toros.
A su favor puede apuntarse un par de cosas con el capote delante del quinto, un toro muy serio y con fuerza, que derribó estrepitosamente al picador Alfredo Jiménez. Aquella estampa de dramatismo se acentuó cuando El Pana se estiró en dos solitarios naturales tocados de su incopiable duende, pero carentes de la continuidad suficiente para hilvanar una faena que nunca existió.
Al lado de la histriónica veteranía de aquellos dos toreros salidos del barro, brilló con luz propia la frescura y el pellizco del hispano Antonio Gaspar Paulita, que hizo la faena más estructurada de la tarde al noble tercero, al que cortó merecida oreja.
Al final, cada uno a su manera, hizo lo que pudo. Y la gente salió contenta de la plaza, convencida de que había presenciado algo diferente, quizá porque el ruedo estaba lleno de años, pero también de torería.