De pura raza
ace algunos años, alguien dijo por ahí que somos vehículos tripulados por nuestros genes. Según tal postura, éstos son los responsables de tomar las decisiones que realmente importan en la vida: optar por las armas, las letras o el noviciado, escoger el tipo de hembra o macho que le va bien a nuestra química corporal y a los dictados de desarrollo de la especie, buscar un sitio de residencia frío, templado o caliente, determinar el momento a partir del cual es aceptable volverse abono, y así. Para mayor depresión, cuando los genetistas descifraron el genoma humano descubrieron que buena parte de éste está formado por cadenas sin sentido ni propósito, repetidas hasta la saciedad, algo a lo que llamaron genes basura
. Aliviados estamos si el hilo conductor de nuestros actos es un manojo de estampitas repetidas. Es posible que la idea de los genes conductores sea una exageración, si no es que un embuste completo: a fin de cuentas, nuestra variedad genómica no es muy superior a la de las lombrices y las moscas de la fruta y resulta comparable a la de los ratones; por lo demás, 99.4 por ciento de nuestro ADN significativo es idéntico al de los chimpancés; a pesar de todo eso, no nos comportamos como lombrices, como moscas o como chimpancés. Bueno, sí, y algunos más que otros, pero no siempre.
Si los avances en el estudio genómico han relativizado nuestras diferencias con respecto a otras especies de vertebrados e invertebrados, en materia de razas humanas han resultado devastadores. Hace poco más de seis años se sabe que no existe un correlato entre carga genética y raza y que actualmente, desde un punto de vista biológico, las razas humanas no existen
, como lo formularon Sergio Pena y otros colegas suyos de la Universidade Federal de Minas Gerais tras realizar un estudio detallado de la población brasileña, una de las más mezcladas del mundo. Los investigadores hallaron que, en promedio, el 33 por ciento de los genes de los individuos considerados blancos
provienen de población nativa de América y otro 28 por ciento, de originarios de África; en cuanto a los considerados negros
, su material genético resultó ser no africano en 48 por ciento. “Nuestro estudio –concluyó Pena– dejó en claro los peligros de igualar el color o la raza con la ascendencia geográfica y usar términos intercambiables como blanco, caucásico y europeo, por un lado, y negro o africano por el otro, como se utiliza a menudo en la literatura médica y científica.”
Qué alivio. Como lo sospechaba, raza es una categoría útil para clasificar perros pero no para diferenciar personas y en nuestra especie no cabe hablar de varias. Es posible que entre nosotros las haya habido diferentes hasta hace unos siglos, pero los procesos globalizadores –que empiezan con Colón, si no es que antes– y el gusto irrefrenable por ejercitar los genitales con personas de aspecto diferente al propio dieron por resultado una mezcolanza planetaria que, por fortuna, ya no tiene remedio. Échense una buceada por el sitio racesci.org, y si les da pereza, ahí va el resumen:
Las autoridades de la Nueva España clasificaron a la población en una treintena de castas, derivadas de las posibles combinaciones entre las razas originales
, español, indio y negro. Una enumeración muy incompleta: mulato, mestizo, castizo o ladino, zambo, calpamulato, cuatrero o cholo, cambur o cimarrón, negro fino, prieto, cuarterón, salta atrás, chino, lobo, coyote, gíbaro, alvarasado, cambujo, zambaigo, tente en el aire, no te entiendo, ahí estás, chamizo y barcino. Las clasificaciones pretendidamente científicas inventadas en Europa no son menos pintorescas. Si en el medioevo se pensaba que la humanidad estaba compuesta por las descendencias de Sem (semíticos, asiáticos), Cam (camitas, africanos) y Jafet (jafetitas, europeos), los tres hijos de Noé, en 1684 François Bernier publicó una clasificación de cuatro especies
definidas por características físicas y por región: la formada por los europeos, africanos del norte, persas, árabes, indios y americanos; la de los africanos, la de los asiáticos amarillos, y la de los lapones.
Tanto el filósofo Leibniz como el economista Smith argumentaron que todos los humanos pertenecen a la misma raza, independientemente de las diferencias físicas y culturales, y que éstas se deberían, en todo caso, a factores climáticos, una explicación que compartía el naturalista Leclerc, conde de Buffon, quien pensaba que tales diferencias eran reversibles (si un pueblo cambia de lugar de residencia, cambia el color de su piel) pero las consideraba, sin embargo, raciales. Enumeró seis variedades: lapones o polares, tártaros de Mongolia, habitantes del sur de Asia, europeos, etíopes y americanos. Por su parte, Linneo no habló de razas sino de variedades
(americanus, europaeus, asiaticus y afer) y les atribuyó características culturales, políticas y sicológicas específicas de cada una. Esa taxonomía fue reducida a tres razas por Cuvier (caucásico, mongólico y etiópico) y por Gobineau (blanco, amarillo y negro), y a mediados del siglo XIX Thomas Huxley la estiró a nueve: bosquimanos, negros, negritos, melanocroides, australoides, xantocroides, polinesios, mongoloides A, B y C, y esquimales. Ya en el siglo XX, Henri Victor Vallois se inventó cuatro grupos raciales primarios (australoide, leucodermo, melanodermo y xantodermo) y 27 razas específicas, incluida una alpina
.
Durante dos siglos, la antropología física ha hurgado, medido y contabilizado colores de piel, pilosidad, pigmentación, forma y consistencia del pelo, color de los ojos, estatura y al peso, proporciones del tronco y de los miembros, forma de la cabeza, proporciones y forma de la cara y rasgos faciales, para fabricar los cajones en los que pueda almacenarse, de manera ordenada, a la humanidad. Lo último antes de las pesquisas genéticas fue el grupo sanguíneo. Casi siempre, sin embargo, esos empeños han servido para fundamentar y administrar la discriminación.
Los fundamentos científicos del racismo se han vuelto insostenibles. Sin embargo, y aunque en Estados Unidos la práctica de clasificar razas ha sido declarada anticonstitucional, el FBI sigue empleando (al igual que Scotland Yard, la policía inglesa) sistemas de catalogación basados en grupos raciales. Ethnicity
, rezan los campos de los formularios gringos –un gran disparate, pues etnia y aspecto físico no tienen nada que ver–, y enumeran, por ejemplo, “asiática, negra/descendiente de africanos, india, latina/hispana, mediooriental, nativo de América, isleño del Pacífico, blanco/caucásico. Ese y otros fichajes racistas mezclan las peras del aspecto físico con las manzanas de la cultura y hasta con las ciruelas de la nacionalidad: ¿qué carajo es hispanic
? O caucasian
, hagan el favor, como si la mayoría de la población estadunidense se pareciera a los habitantes de Tbilisi y de Grozny.
Dos facetas del racismo: la otra cara de la discriminación es el culto a la pureza de la sangre, que da fundamento a dinastías y familias reales. Pero los Mountbatten-Windsor, los Borbón, los alauitas y sauditas, los escandalosos Grimaldi monegascos, los Bernadotte, los Glücksbourg, los dizque descendientes de Jimmu y los Bereng Seeiso de Lesoto tienen los genes tan mezclados como las aguas negras de cualquier ciudad. Para colmo de males –es oficial–, Isabel de Inglaterra, Juan Carlos de España y demás figurines monárquicos comparten, al igual que el resto de los humanos, 99.4 por ciento de su ADN con los micos del zoológico. Sólo que a los reyezuelos se les nota un poquito más.
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